Abrazo de Medianoche

Nav Melech.-

Puede parecer extraño lo que voy a escribir pero mi perrita le tiene miedo a la muerte. Más en las noches, cuando ella siente que todo puede terminar de golpe así sin avisar; se aferra a todos los presentes, se pone ansiosa, un tanto temerosa, más molesta de lo normal, jadea y camina preocupada por toda la casa, arrastra las uñas, golpea las puertas con su cabeza, te mira angustiada desde sus ojos grises y sientes que te está pidiendo ayuda, que necesita quién la distraiga, quién le diga que no pasa nada, alguien que le ayude a subirse a la cama y que la cobije en sus brazos. Ya traté de explicarle a mi perrita que todo va a estar bien. Ella va a seguir aquí. No va a irse a ningún lado. Su plato va a seguir en el mismo lugar. Los gatos van a seguir saludándola cariñosamente por las mañanas, y van a acariciarle sus patitas al pasar. Las plantas van a sentir su presencia por las noches. Los amigos van a venir a la casa, van a preguntar por ella y sabrán que ahí está, con nosotros. Los ventanales van a seguir solo para ella, para que ella pueda asomarse todas las mañanas a ver la vida pasar. No tiene nada de qué tener miedo. Me lo repito porque también se me olvida que no hay que tenerle miedo a la muerte. No tengas miedo, le susurro antes de dormir como en un intento de escucharme, para darme calma, para apreciarla, quererla, y agradecerle por todo. Le digo que se acomode un ratito conmigo. La abrazo porque sé que tiene miedo. Su respiración se va calmando poco a poco. Cerramos los ojos. Nuestra respiración se encuentra en el mismo ritmo. Vuelvo a tener a mi perrita en mis brazos, a mi chiquita; como cuando estaba tan pequeña que me cabía en un solo brazo, ahí está de nuevo conmigo. Sueño con los ojos abiertos a que la pongo de nuevo sobre mi pecho. En la cama estamos tratando de olvidarnos de todo, y de todos. En la madrugada ella quiere bajarse abruptamente de la cama. ¿A dónde quiere ir? No hay a dónde ir a estas horas. Me levanto y caminamos por la casa, sin dirección alguna. Ella me mira como si fuese yo quién tuviera miedo. Se engaña a sí misma. Ella cumple un deber que ya no tiene, que es el de cuidarme. Ella siente que no puedo dormir, que tengo miedo de la noche, y por eso me cuida. Quiere que me levante a tomar agua, que abra la ventana para que todo el dolor se vaya para siempre con el aire. Le digo que estoy cansado y que necesito dormir. Ella ve que los fantasmas están en la sala. Tiene miedo de ellos, tiene miedo de la muerte. Le digo que no pasa nada. Vente a dormir, le digo, ellos no van a hacerte nada, están cuidándome, están conmigo, son mi sangre, son mi tiempo, son mi felicidad y mi momento. Ella le tiene miedo a la muerte y por eso les ladra, por eso no puede dormir bien últimamente. No pasa nada, le digo. Regresamos a la cama. Hay que ayudarle a subir la cama y repetirle que no pasa nada. Vamos a dormir, le digo. Aquí en mis brazos. Descansa, le digo. Ojalá sepas que siempre te adoré, le digo. No tienes idea de cuánto te quise, le digo pero esta vez más suave y hacia su oreja. Ya duérmete, que mañana tenemos que hacer menos cosas que ayer, le digo. Ya no le tengas miedo a la muerte, le susurro, porque esto que escribo ya no tiene sentido.

Si la abrazo, cierro los ojos. 

Si la beso, cierro los ojos. 

Si la escucho, cierro los ojos.

Si la veo con miedo, cierro los ojos. 

Si un día se va… pues.

Voy a cerrar los ojos. 

Si un día la veo en la sala con mis fantasmas. 

Voy a cerrar los ojos. 

Y todo va a estar bien. 

Voy a decir.

Ves, no había nada de qué temer.

Y ella ahí va a seguir. 

Sin miedo, sonriente, tan pequeña, y lenta,  algo molesta, alegre, pero conmigo. 

Mientras tanto, abrazando el tiempo para hacerlo cada vez más lento. 

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