Soledad

Nav Melech.-

La soledad me ha seguido tan amorosamente a lo largo de mi vida. Sus cabellos largos me hacen dormir en calma, aún cuando el bullicio de las calles quiere robarme el descanso y mis sueños en vela. Sus manos suaves me recuerdan que sigo vivo, también que soy fácil de destruir, pero más fácil de amar. Sus besos diminutos, estáticos sobre mi frente antes de despertar me hacen recordar que queda mucho por hacer en la vida, también, que queda mucho dolor por vivir. Su presencia me alegra, me calienta el alma, me acurruca en un sueño infinito. Su cuerpo delgado, familiar, es hermoso en su caminar. Ella es tanto de mí, como yo de ella. Sin quererlo nos hemos conocido tanto, hasta los más ínfimos detalles, aquellos que se conocen con la cotidianidad y el contrapeso de los cuerpos desnudos. Ella sabe que soy suyo. Sé que ella será siempre mía, en una parte muy grandiosa de mi vida.

Han pasado años y su presencia es una parte tan importante de mí. Nos encontramos a temprana edad. Comenzamos una relación amorosa tan profunda. Ninguno de los dos sabe vivir sin el otro. No sé caminar por las calles si no siento su mano guiarme por la banqueta. No sé alimentarme sin ver su figura inexistente frente a mí. No sé llorar si no siento sus palmas tratar de consolarme sobre mi espalda. 

Mi soledad sabe cantar dentro del silencio de todas las personas, y viene conmigo a recitarme las historias que nadie quiere ver; aquellos suaves versos los escucho atentamente, y sé que nadie tiene la habilidad que yo poseo para reescribir sus murmullos dentro de los papeles sucios, tan llenos de alcohol y cenizas de cigarro; dentro de los bares, calles y tugurios de esta ciudad caótica, dentro de una ciudad tan desolada e inmensa. 

La soledad me enseñó que puedo ser realmente feliz. Nadie más me ha dado ese amor que la soledad me brindó desde el primer instante que la conocí. No tengo duda de que estaré en una deuda eterna con ella. Nadie puede cuidarme de la misma manera en que lo hace la soledad. Nadie puede darme el afecto incansable que la soledad deposita en mí todos los días. Sus manos son las mismas con las que despierto, las mismas con las que duermo, y las mismas con las que me iré al cielo. 

Ella llora cuando me ve alejarme hacia los tumultos de falsos amigos. Llora cuando piensa que busco el aplauso atormentador de miles de falsos seguidores. Ella cree, falsamente, que busco el reconocimiento. No, mi niña; no es nada de eso. Ella llora desconsoladamente al platicar conmigo, y enterarse que no la amo de la misma manera en que ella me ama a mí. Me cuida dentro de sus posibilidades, las cuales son infinitas; sabe guiarme en el sendero más puro de los inexistentes en el mundo. No deja que me corte el cuerpo con mentiras o promesas huecas; sabe que me merezco las estrellas y los campos más hermosos, más extensos, con las flores más divinas, con mis amigos muertos que aún me cuidan, que me platican y me susurran sus amores en silencio. Nadie me quiere a mí, de la misma manera en la que me quiere mi soledad. 

¿Por qué toda esta soledad? En ocasiones, pienso, discuto conmigo mismo, y digo: que no merezco su constante presencia. ¿Por qué toda esta nostalgia? Todo este amor al tiempo lejano; si es que yo merezco los soles que han de venir, y las lunas que pronto habrán de morir. Merezco el tiempo en vela, los besos robados, y las mentiras de una madre que no quiere perder a sus hijos en el ocaso de la mañana. 

Un día despertaré sin la soledad. Será una mañana fría. Habrá pequeñas marcas en la ventana. Huellas con dedos chiquitos de un niño que quiere dejar su historia en la humedad del cristal, del tiempo empañado que se pierde con la aclimatación de una generación de autores tibios, fáciles de leer, fáciles de olvidar. No tendré que levantarme ese día. La verdad es que no tendré ganas de salir de cama. Las calles estarán repletas de personas. El silencio de mi mente desaparecerá. Todas las flores que alguna vez maté volverán a nacer en la planta de mis pies, como una forma de ancla a mis pesadillas. De mi ropa saldrán abejas negras, gigantes, esquizofrénicas y asesinas. No quedará más que salir corriendo de casa. Buscaré por días a mi soledad. No descansaré hasta encontrarla. Buscaré en el bar donde la conocí por primera vez. 

La soledad me preguntará al verme llegar:  

– ¿Qué quieres ser, cuando la felicidad regrese por tí?-

Generoso. Agradecido. Por el tiempo que me diste. –

Más bien, el tiempo que te robé. – Dirá ella.

Mentira. Bueno, al comienzo lo pensé así. Después aprendí a quererte. A no soltarte. A amarte dentro de mis ansiedades y curiosidades. –

– ¿Y crees que valió la pena? –

– Hasta el último momento. Diré.

Contestaré. Aún con la inocencia de un niño. Asustado hasta los dientes. Temblando de cuerpo completo. Aferrándome al instante en el que la conocí. Soltaré su mano cuando llegue el momento, eso es claro. Un beso no será suficiente para remarcarle todo el amor que le tuve. Será suficiente un hasta luego, una palmada sobre la mano izquierda, y un beso en la mejilla. Así terminará nuestra hermosa relación, con un golpe en el tiempo.

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