Nav Melech .-
(Extracto de la novela: Yiddish – Nav Melech)
Capítulo Primero
Fueron tan pocas las cosas que ese joven hizo con amor, y la última que hizo fue aprender yiddish junto al árbol de su hermano. Fueron tantas las cosas que murmuró, tantas hermosas palabras debajo de un tronco moribundo que estaba a punto de dormir con la eternidad, ya listo para cubrirse con el manto de las hermosas estrellas; un tronco decaído, escondido en la esquina del patio de su casa al igual que el joven que aprendía yiddish con amor; a sus pies se estilizaban miles de hojas muertas, pétalos grises pintando un alfombra de recuerdos y de centenares de arrepentimientos; el árbol vestía un contorno deprimente y con las ramas queriendo continuamente acariciar las paredes para así mantenerse erguido un último día más.
Sé que el joven aprendió yiddish con amor. Lo hizo en dos años, quince días y tres horas. Leía, escribía y cantaba en yiddish. Y tú me vas a decir: ¿eso a mí qué me importa?, ¿por qué es relevante lo que vivió este joven para mi vida? Y tienes razón. No tengo las respuestas claras. No puedo convencerte de que mires a este joven de la misma manera en la que yo lo ví. Tu mentalidad no puedo cambiarla. Lo que sí puedo decirte con toda la seguridad del mundo es que el joven aprendió con tanto amor, pero nunca pudo decirse a sí mismo que se amaba en yiddish, y tal vez eso sí se ta haga ruido en el corazón. El joven que aprendía yiddish nunca supo que se amaba con locura, nunca se quiso, nunca se procuró el alma, y tal vez, solo tal vez eso sí haga que tus ojos sigan queriendo escuchar su hermosa historia.
Todo esto, toda la historia del joven que aprendió yiddish junto al árbol muerto de su casa, lo sé porque cuando el joven estuvo a dos días de morir me contó partes de su vida y me hizo prometer que nunca hablara de él. Me repitió hasta el cansancio que no quería que la gente supiera que en sus últimos días fue un completo desconocido para el mundo, y que además siempre fue un niño absolutamente triste. También lo sé porque su madre me contó un par de cosas más de él; esto mientras lloraba al enterarse de que su hijo había muerto de desamor, sentado junto al último árbol en pie de su casa, sosteniendo la mano de su último amigo viéndolo partir. Todo esto lo sé porque ella, su madre, me confirmó muchos de los hechos previos a esa noche de Noviembre de 1997.
Enero de 1995 a las 19:33
Los lunes después de las tres, el joven que aprendía yiddish junto al árbol de su hermano, solía comer únicamente pan de centeno, tomar dos copas grandes de vino y degustar tres cigarros delgados recién liados; y se sentaba junto a la sombra de los matorrales altos de su patio. Se quedaba horas mirando cómo las plantas bailaban y formaban sombras con sus movimientos junto a sus pies. A media botella de vino, él caía dormido; soñando con otras tantas cosas, con otras tantas estrellas y sonrisas que ahora lo acarician nostálgicamente a la hora de dormir; soñaba con su amigo Noel que murió después de azotar bruscamente contra el piso, justo después de haberse aventado de un departamento de quince pisos; el joven soñaba con su amigo, aún lo sostenía de la mano y le pedía que se fueran juntos a vivir a Irlanda, y tal vez ahí intentar tener una mejor vida que la que nunca tuvieron. La media botella de vino veía como se tambaleaba el joven al regresar a la cama. Los pájaros veían como el joven miraba enamorado hacia el cielo. El joven dejó de llorar por Noel en noviembre del año pasado. Han pasado apenas dos meses desde que soltó su última lágrima por él, o eso fue lo que me dijo cuando le pregunté por las marcas en su piel, las cortadas verticales de sus brazos, en sus piernas y en la parte baja de su mentón.
El niño que aprendía yiddish también quería aprender a soñar en otro idioma; quería nombrar las cosas de manera distinta, o mencionarlas en un diferente tono a como él ya las conocía. Para el joven todo era parte de un juego, nada merecía una verdadera relevancia, nada era lo suficientemente importante como para dadicarle sus horas de ansiedad, una manera hermosa de pintar sus últimos días en el mundo. Nadie sabía que se estaba despidiendo del mundo, claro, a su manera: sarcástica, juguetona, ausente de tristeza, aún cuando su corazón estaba lleno de esta, de odio, de arrepentimiento, de nostalgia y la peor enfermedad de todas: del punzante resentimiento.
Los lunes lo miraba desde mi balcón. Él no sentía mi mirada y mucho menos se movía ante ella. Por horas se quedaba en silencio, con sus palmas cubriendo ambos ojos. Semanas después me confesó que en esos momentos él se dedicaba a rezar, aunque nunca supo cómo hacerlo correctamente; me dijo que aprendió tarde, y que lo hizo cuando el momento oportuno ya le había pasado por la vida, y la única manera que tenía de regresar él en el tiempo era cubriéndose los ojos y recordar todos los nombres que nunca me dijo a quién le pertenecían. Lloraba cuando rezaba, a veces, muchas tantas veces él reía cuando rezaba. Fumaba mucho al cerrar sus ojos. Acomodaba el cigarro en la comisura derecha de la boca y dejaba salir unos cuantos susurros, que creo yo eran los versos que su madre nunca pudo enseñarle cuando él apenas era un niño. A diferencia mía, yo nunca aprendí a rezar. Mis padres no rezaban en casa, únicamente lo hacía mi hermana, años después de que se fue de casa y su marido le incitaba violentamente a rezar todas las noches antes de dormir. Yo imitaba a mi madre que lo hacía muy rara vez, cuando recordaba el cuerpo sin vida de su propio padre, o cuando miraba un atropellamiento en la avenida. Al ver al joven rezar todas las tardes me pregunté por qué uno tiene que rezar. Siempre tuve la idea de que era lo mismo que hablar consigo mismo. Es bastante tonto, lo cual pensé por muchos años, hasta que cambié mi opinión gracias al joven que aprendió yiddish en el patio de su casa. Me dijo que no hablaba solo, sino que era su momento de agradecimiento, con él, con la vida y con el Dios que se escondía en su casa en forma de niño, y que jugaban escondidas por los viernes antes de que bajara el sol. Yo no lo entendía. Lo veía solo, tan desubicado de la vida, de sus amistades, todo eso que veía en él para mí no es vida. El joven muchas veces trató de explicarme que sí; que esa es la vida que uno debe de tener, la vida que uno debe de atesorar a cada segundo de nuestra existencia. Me enseñó que uno tiene que amarse a sí mismo antes que a cualquier otra persona, o a cualquier otra cosa. Al morir el joven supe de inmediato que tenía que empezar a rezar. Lo hice dos días después de enterarme de su muerte pero lamentablemente no continué haciéndolo. Me sigue pareciendo tonto, hasta irrespetuoso para la gente que realmente crée.
Febrero de 1995 a las 14:33
Sé que todo cambió un día que el joven dejó ir ese globo rojo que su padre le había regalado en marzo de hace quince años. Era un globo sumamente descompuesto, arrugado, con parches y pedazos de diurex cubriendo cada surco del mismo, ya apenas inflado, con un par de rasguños, pedazos de otros globos que se hacían parte de uno mismo. Era un globo deplorable, sin vida, completamente ausente de brillo. El joven lo guardaba porque le recordaba a su padre. El joven y su padre se odiaron hasta el último momento de sus mutuos respiros. Nunca aprendieron a verse a los ojos, y mucho menos a tomarse de las manos. Era obvio que ese globo ya había muerto en incontables ocasiones y que el niño se aferraba a no dejarlo ir. Ví como el joven lo dejó ir en los primeros días de Febrero. Salió a caminar con su globo rebotando en su cabeza, siendo sostenido únicamente por su mano izquierda. Me descubrió espiándolo desde mi balcón. No le molestaron mis ojos intrusivos. Me respondió con una sonrisa infantil y con un ademán amistoso con su mano derecha, me saludaba como un amigo que se encuentra después de muchos años, y que lo descubre haciendo una travesura inocente. Giró para darme la espalda y se sentó frente al árbol, comenzó a fumar y a mirar al cielo. Acarició el globo con ambas manos, dejó un beso en la parte frontal del globo, y de la nada, así como si fuese tan fácil lo soltó. El globo fue subiendo al cielo con complicaciones, acariciando las paredes, sosteniéndose de los techos, como en un gesto de no querer irse. El joven miraba estáticamente, dándome la espalda, no sabía si lloraba o reía.
Esa misma tarde él joven se quedó sin habla, sin brillo en los ojos, y decidió que era momento de irse también de este mundo; a dónde iría, eso no quiso decirme cuando le llevé los periódicos y su despensa; únicamente dijo que iba a quedarse con los árboles que lo vieron nacer, dijo que ellos eran los únicos que lo merecían a la hora de morir. Me pagó el doble por los periódicos y por la despensa. Nació en mí una preocupación desmedida, una ansiedad que no conocía en mí; saltaba de mi pecho un miedo con gran despropósito. Le pregunté si podía pasar a tomar algo, a lo que él aceptó de inmediato. Pasé a su casa porque tenía miedo de no encontrarlo con vida a la mañana siguiente. En su hogar no encontré nada fuera de lo ordinario. Botellas aquí, cigarros allá, libros y demasiados papeles; todo en su respectivo orden, nada que me indicara que el joven estaba perdiendo la cordura. Tomé tres grandes tazas de café, esperando a que el joven cambiara de parecer. Sus ojos tranquilos me mostraban un cansancio inquebrantable, sus manos suaves se mostraban debilitadas, pero en medio del rostro tenía una sonrisa de oreja a oreja que me quebraba en la parte suave de mi corazón. Sentí calma. Pude irme a casa sin miedo. A la mañana siguiente lo encontré regando sus plantas, limpiando los helechos y cortando dolosamente sus girasoles.
Marzo de 1995 a las 17:33
Dos días antes de morir el joven pensó largamente durante la noche, y al final de esta me repitió los nombres de las mismas personas que atormentan su vida y sus sueños constantemente, únicamente que ahora al mencionar los nombres tenía la esperanza de escucharse con la voz de un niño. Pocas veces me habló de aquellas voces, de aquellos nombres y de su significado en su vida. Hablaba de noche, cuando lograba levantarse por fin de la silla con complicaciones y únicamente cuando sus palabras comenzaban a arrastrarse lentamente por sus labios. Él no tomaba mucho, pero lo poco que ingería lo emborrachaba bastante. En su alcoholismo tenía un aroma hermoso, unos ojos cristalinos, una sonrisa desmedida. No había duda de que disfrutaba mucho de la vida en aquellos instantes del tiempo. No era brusco, sino que lloraba con ternura. Se levantaba de la silla y me repetía los mismos nombres, una y otra vez; decía que esas eran las personas que iban a recibirlo en la siguiente vida. Sonreía al terminar su lista de nombres. Se sentía complacido, como si acabara de terminar un ritual tortuoso, obligatorio, extremadamente necesario para que él por fín pudiera combatir las noches de insomnio.
Abril de 1995 a las 07:33
Una tarde que le llevé los periódicos a su casa lo encontré repitiendo nombres en otro idioma; dando vueltas por el patio, fumando con los ojos cubiertos; parecía que repetía un mantra para conciliar el sueño. Lo detuve de un hombro y como si hubiera despertado de una pesadilla saltó hacia atrás. Le pregunté por los nombres que murmuraba. Dijo que era su manera de inmortalizar en el silencio aquellos rostros que le enseñaron la voz y el miedo en el mundo. Desde entonces no quiso hablar más del tema. Me pagó por los periódicos, y dijo que mi taza de café estaba esperándome en el comedor. Me quedé a tomar mi café mientras veía como él se quedaba en silencio junto a su árbol. Lo veía con miedo, pero también decidido; después de tantas veces que lo ví, fue la primera vez que no estuvo temblando mientras rezaba.
Mayo de 1995 a las 16:33
El joven aprendió yiddish durante los meses antes del otoño. Se escondió durante dos horas, todos los días, siempre antes de que cayera el sol. Se preparaba como si fuera a presentar un exámen importante. No hablaba con nadie sobre lo que estaba haciendo, no porque no quisiera sino porque no había nadie con él desde el año del noventa y cuatro.
Comenzó su aprendizaje bailando en la soledad de su cuarto, después se lanzó a la sala, y al tiempo y sin darse cuenta estaba por los campos de una vieja ciudad. Corriendo con los niños que no saben su nombre. Imagino lo último, porque algunas cosas me las contó con su voz suave, las otras las imagino y les pongo un rostro hermoso. Ahora lo imagino lejos. Cada día cuando se acercan esas dos horas de la tarde comienzo a tener la sensación de abandono dentro de mí. Procuro no acercarme al balcón, prefiero distraerme con cualquier actividad, hacer lo que sea para no pensarlo. Hay días en los que logro evitar esas dos horas, otros días, en los cuales termino sentado en el balcón, esperando tontamente a que el joven salga a rezar al patio, lo cual ya no va a ocurrir.
Junio de 1995 a las 15:33
Volví a pensar en ese joven. Lo recordé en un viernes de no sé qué año. También pensaba en Lucrecia; y el por qué ella no habría de hablarme; ¿acaso lo nuestro nunca habría de funcionar? Pensé en la noche que tuvimos juntos. Nos besamos con nuestros labios alcoholizados. Recuerdo muy pocas cosas de aquella noche. Sentí su cuerpo. Sentí sus labios con los míos. Recuerdo lo molesto que fue quitarme las botas, lo molesto que fue moverme por la cama, por el diminuto espacio que había en su cuarto. Ella tenía un hermoso sudor en el cuerpo. Lucrecia acarició mi espalda. Cuando me desnudé sentí sus manos, explorando cada detalle de mi cuerpo.
En el lector del teléfono aparecía su número como una llamada entrante. Mis ojos estaban atrapados en el teléfono, aunque mis pensamientos estaban en el joven; Lucrecia me preguntó cuándo íbamos a ir a bailar, no contesté, dejé que pasaran las horas hasta que no pude más y acordé en verla mañana a las ocho en su casa.
Durante todo ese momento de espera recordé una noche que llevé al joven a bailar. Eran las ocho y él ya estaba un poco tomado. Las luces de navidad me cansaban la vista. La familia me tenía cansado. Salí al balcón para respirar y tratar de recuperar mi estabilidad emocional. A todos en mi familia ya les había explicado cuál era mi dolor; algunos se burlaron, me dijeron que estaba mal, que era un tonto, y que de eso no se muere la gente. Pensé en nunca volver a verlos y alejarme para siempre. Olvidé por un momento que soy una persona que desconoce completamente la soledad; no podría vivir conmigo mismo aunque sea por un día. Reculé y me disculpé con mi familia. Prometí nunca volver a expresar mis miedos, mis dolores, todas las ansiedades que consumen mi cuerpo por las noches. Salí al balcón y ahí estaba él.
Salí corriendo de casa. Pensaba amorosamente en el joven que aprendía yiddish, escondido en su casa. Fui a buscarlo. Le dije que si podía llevarme a ver a Lucrecia. Yo estaba bastante tomado y no podía manejar. Salió de su cuarto con una bata gris, su puro en los labios y dijo que era momento de irnos a conquistar el mundo, así lo dijo; sé que estaba borracho, y sé que no debía de haber nunca manejado, sé que es mi culpa, pero no me arrepiento de haberlo sacado de casa.
En el camino cantamos, bebimos un poco más. Me habló de su padre; él había muerto hace años, pero lo recordaba con amor. Llevaba consigo dos botellas de vino. Fumaba para ocultar las lágrimas que caían disimuladamente de su rostro. Cuando me habló de su padre, me dijo que el primer nombre que había aprendido en yiddish fue el nombre del hermano de su padre; que se había caído de un camión en movimiento, y desde entonces caminaba lento, y que a los pocos años después habría quedarse dormido después de una aparatosa enfermedad.
Qué se siente matar a todos en tus historias, le pregunté al joven que está aprendiendo yiddish. No me contestó al instante. Dejó pasar un par de minutos, y lo que fue para mí una eternidad en el silencio de la carretera; me dijo: los mato porque los amo tanto, y no sé por qué es la única manera que tengo de guardarlos en mi corazón. Tardé muchos años en entender sus palabras. Cuando me sentía solo por las noches recordaba su rostro, su media sonrisa; pensaba que él de cierta manera tenía razón, pero no podía hacer nada para revivirlo, y que siguiera explicándome su manera de ver el mundo.
Julio de 1995 a las 12:33
Para qué cerraba la puerta de su casa si nunca quería volver. Algo escondía dentro. Nunca supe realmente qué era. En algunas ocasiones, mientras desayunábamos, intenté preguntarle sobre lo que escondía. Nunca lo supe. Nunca quise preguntar. Sabía lo que venía. Sabía que nunca iba a contestar. Sabía que pronto todo iba a comenzar. Y aquí es donde comienza la historia.
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