Casa

Nav Melech.-

Ya nada es perfecto. Ya nadie se promete un amor catastrófico que se extienda hasta las puertas de la muerte. No todo es perfecto, menos cuando llega la noche. Menos ahora que la edad se me ha venido encima. Han pasado dos semanas desde que mi casa se derrumbó. Murieron todos mis libros y todos mis canarios. Murieron los años de mi infancia, mis juguetes y los cuentos que nunca terminé de escribir; todos murieron a causa de un desplome de concreto, se ahogaron debajo de los muros y de la gran presión del abandono.

Mi casa se desplomó al mediodía. La policía vino a revisar los daños. Los oficiales no hicieron absolutamente nada. A las tres de la tarde les dio hambre y decidieron que era momento de ir al mercado a comer unas gorditas de chicharrón. Eso sí, antes de subirse a su auto, regresaron conmigo para extorsionarme. Terminaron llevándose su correspondiente lana. Malditos, cabrones. Vinieron, estuvieron horas tomando de mi café, tirando colillas de cigarro por todo el patio de mi infancia, caminando entre la basura, y al final no resolvieron nada. Se llevaron el dictamen a sus pinches oficinas de la delegación, y ahí terminó arrumbado el caso. No se procedió con nada en los siguientes días. La única manera para que continuara el caso era que diera más dinero a las autoridades; y pues no, —no chinguen—, tengo tres trabajos: uno de locutor, otro de pediatra, y el último en el que atiendo una tienda de periódicos; ¿de dónde más quieren que saque dinero?

La casa se cayó en el mes de octubre. No tembló. Tampoco había fisuras ni grietas en las paredes que anunciaran alguna tragedia. Por alguna razón, mi casa decidió que era momento de desplomarse. No le avisó a nadie. Ella lo decidió una noche anterior. No sé con quién lo habrá consultado. Lo que sí sé es que no tuvo miedo en tomar la decisión, y mucho menos en actuar. Se desplomó, y sé que ella volvería a hacerlo si tuviera la oportunidad.

Tengo un gran arrepentimiento atorado en la boca de la garganta, ya que pensé muchas veces en irme a vivir allá, con ella. Lo que más me duele es que sé que esa casa me esperó bastante tiempo. En ocasiones fui a verla. Una vez le dije amorosamente que habría de regresar lo más pronto posible a vivirla. Le dije que ahí iba a ser feliz; posiblemente terminaría ahí de escribir; tal vez trabajaría dando clases en una escuela cercana; le prometí que bailaría todos los fines de semana únicamente para ella. Lamentablemente, me creyó todo lo que le dije. Tal vez esa sea la razón por la cual se dejó morir. Siento que la engañé. Ella me esperó, y yo nunca tuve la valentía de verla envejecer, y mucho menos de verla morir.

Cuando mi casa cayó, se escuchó un gran ruido que se esparció como plaga por toda la colonia y por sus calles desamparadas. Sonó como si hubiese muerto un amado presidente municipal. Muchos vecinos salieron de sus casas y fueron a revisar el siniestro. Sus ojos no lo creían, estaban atónitos; desde todas las edades, los más pequeños dejaron de jugar, y los más adultos dejaron de parpadear. Había muerto una casa. Ante sus ojos inocentes, ellos también fueron parte de la muerte de mi hogar. Sus miradas apáticas también ayudaron a que mi casa quisiera darse por vencida. Mis vecinos tiraron mucha basura afuera del portón. En ocasiones llegaron a invadirla. Sé que se arrepintieron de vivir ahí, porque no había nada de “valor”. Solo estaban mis libros, mis juguetes, mis discos, mis hermosos canarios. No había “algo” que valiera la pena para ellos de robar. Eso también lastimó los sentimientos de mi casa. Ella valía tanto, y se molestó de que nunca nadie se diera cuenta de su importancia.

Nadie me avisó. Dos noches antes tuve una pesadilla en la que me hablaba mi casa, con una voz fuerte me decía que era su momento y que, si no hacía algo pronto, todo lo que mis padres habían hecho tarde o temprano iba a terminar en la basura del olvido. Desperté sin miedo, como cualquier otra noche, sin darle importancia a mis sueños, preocupaciones, o lo que en su caso fue esta vez, un presagio.

Nadie le cantó a mi casa en sus últimos momentos de vida. Seguramente también por eso ella se dejó caer. Nadie llegó a visitarla cuando ella lo necesitaba. Nadie la miraba con amor. Todos encontraban suciedades, incomodidades y recuerdos en sus paredes. Nadie quería quedarse a dormir con ella. Un día me dijo que eso era lo que más le dolía; que nadie quería estar con ella después de tanto tiempo. Ella, mi casita, dio tanto amor desbordado sin pedir nada a cambio. Mi casa cayó, se murió pensando que nadie la amaba. Y qué tan equivocada estaba ella.

Se murió un miércoles. Las cenizas de mis canarios fueron llevadas al árbol de limón que tenemos, —teníamos— en el patio. Fui y me quedé un par de días para ver cómo se llevaban sus restos. Las cenizas de mi casa fueron cargadas al cerro más cercano. Esas noches no tuve pesadillas, dormí tal cual lo haría un bebé. Nunca antes había dormido así, tan tranquilamente y sin tanto miedo. Me sentí aliviado. Después, un par de horas más tarde, aún peleando con la almohada, las cobijas y el calor espantoso, me sentí como un traidor. ¿Cómo era posible que estuviera tan tranquilo?Quiero darte un beso y decirte que te amo, antes y después de tu caída. Ojalá hubiese tenido el tiempo para vivirte. Ahora me pregunto en dónde estaríamos; juntos, seguramente, acompañados, en silencio, mirando el paso del tiempo tomados de las manos, dejando que el viento se lleve partes de nuestros cuerpos viejos. Ahora lo entiendo todo y entiendo que ya nada tiene sentido en este tiempo ni en el siguiente. El tiempo, un viejo amigo, de nuevo está jugando conmigo. Me he convertido en su pasatiempo. Solo me busca para hacerle jugarretas de este tipo. Suéltame, le imploro, lo cual hace que él se aferre más a mí, provocándome más dolor, nostalgia y un asqueroso arrepentimiento. Me mira, sabiendo que si pudo con mi casa, puede con mi alma completa. Y después de todo este tiempo, tú sigues fingiendo que todo tiene ya sentido. Tan equivocados que hemos estado.

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