Apócrifo

Nav Melech.-

Déjalos en paz. No tienes que llenar todas tus maletas con tus libros. Fue lo último que le dije. Lo tomé fuertemente de la mano izquierda. Sé que ese acto: mis manos tomándolo fuertemente de sus dedos le decían que lo amaba, se lo decían desde antes de que nos casáramos a escondidas de sus padres. A mi manera. Sarcástica, burlona. Le dije que se quedara a cenar. No quería vivir el resto de mis días solo. No tenía a dónde irme. Mis padres no iban a recibirme en casa. Mis amigos habían muerto ya. No quedaba nadie que abriera la puerta para recibir mis brazos. Sentí la completa soledad cuando él me miró por última vez y soltó la puerta detrás de su sombra que también me abandonaba. No escuché nada después de eso. Los ladridos de la noche me abandonaron para siempre. La asquerosa ciudad inmunda, por fín había decidido callarse. Un silencio sepulcral, tan desconocido para mí. Los libreros quedaron vacíos. Mi corazón quedó completamente sin palabras.

Aún así lo hizo. Fingió no escucharme. Decidió olvidar todo el amor que le había dado. Cerró los ojos, apretó los labios, me miró y salió molesto de casa. No volvimos a hablar. Lo ví. Años después. Saliendo de otra casa. Cargaba de nuevo sus maletas. Tenía tres maletas más de las que yo le conocía. Algo dentro de mi se alumbró. Me dió gusto saber que seguía comprando libros. Imaginé con amor todos los libros nuevos que tendría guardados en su nueva casa; algunos de esos libros, supuse que los usaba para no sentirse tan solo, otros sé que los tenía porque extrañaba a su hermano, y esa era la única manera que tenía él de compartir su dolor con el recuerdo de Mateo, que era comprando libros. Azotó la puerta. Su nuevo amor lo miraba desvanecerse entre las calles. A diferencia de mí, su nuevo amor no lloró con su partida. Me sentí como un niño, frágil, tímido. Alcé la mirada para encontrarme con unos viejos ojos que me quisieron en alguna parte de mi pasado. Me vió. Nuestras miradas se encontraron accidentalmente. Quince años después. Entre nosotros quedó el tiempo necesario para que las heridas se hayan curado. Nos sonreímos. Hablamos dentro de un particular y sencillo silencio. Tenía la mano lista para subir al camión, mis monedas en la otra, en mi hombro sostenía más libros de los que podía soportar en ese momento. Suspiré y pensé que se había equivocado al verme. Subí al camión. Decidí irme para siempre. Ahora era mi momento de abandonarlo. Pensé tantos años en ese momento, en lo qué haría si volvía a encontrarlo. Era mi momento de decirle que ahora era yo quién superaba nuestro momento y me decidía a ser feliz de nuevo con mi soledad. Subí al camión. Él me seguía con la mirada. Comenzó a caminar detrás del camión. Comenzó a correr cuando se dió cuenta de que iba a perderme realmente esta vez. Soltó algunas de sus maletas. No miró hacia atrás. Fue soltando cada vez más. Los libros saltaban despavoridos de ellas al azotarse con el suelo, salían volando en todas direcciones. Todos los libros que tuvimos alguna vez juntos, ahora estaban cubiertos de basura, bañados en charcos de agua sucia. Todo a causa de una mirada que parecía ahora perderse dentro de mi nostalgia.

Bajé del camión, pero no lo encontré. El camión había girado en una avenida grande. El gentío se abalanzó sobre mí provocando que perdiera el equilibrio de mis pensamientos. No sentía en ningún lado su presencia. Su cuerpo había desaparecido entre toda la gente. Sentí golpes en el hombro, en la espalda, en los hombros y en los muslos; la gente corría junto a mí, hacia todos lados, con toda la fuerza del mundo; en ese momento era un objeto inanimado siendo golpeado por los vectores de una realidad de la cual me importa muy poco ser parte. 

Ahí estaba yo. Solo, otra vez, después de quince años. Rodeado de miles de desconocidos. Lamentando que todos sus libros hayan salido volando mientras él me perseguía. ¿Dónde estará?, pensé, cerrando mis ojos tristes, con una mano en la cintura y la otra en el pecho, conteniendo el latido de mi corazón desbocado. Sabía que pronto iba a darme algo en el corazón. Ojalá éste hubiera sido mi último respiro, en medio de toda la gente, de todas estas miradas desconocidas. Sentí paz conmigo mismo al saber que podría morir en cualquier momento. Me imaginé feliz, cayendo al suelo, después de haber vuelto a ver al amor de mi vida con sus libros, sus maletas, su cabello lacio y sus ojos cafés. Me senté a descansar. La gente corría, o caminaba velozmente frente a mí. Solo podía pensar en todos los libros que había perdido esa tarde. Esperé por horas, solo para ver si veía de nuevo su silueta frente a mí. Nada de eso ocurrió. Llegó la noche y con ello mis ganas de irme a descansar. Tenía que encontrarme de nuevo con mi soledad. Ella detesta que llegue tarde a casa. Acordamos hace dos días que iba a llegar con ella antes de las nueve, y ahora que miro el reloj me marcan las once con dos. 

Cuando tuve la edad suficiente para reconocer mis errores es que volví a comprar libros. Me decidí a llenar la casa con palabras maquilladas en papel. Detrás de cada libro nuevo dejaba un pétalo, una carta o un corcho de vino. Al comienzo las paredes blancas de mi casa se extrañaron que haya puesto tantos muebles, repisas, aparatos para contener libros y cada vez más libros; las paredes se sintieron incómodas, olvidadas, tan expuestas al cambio. Compré libros cuando los días eran grises, y dejaba de comprar cuando los soles pintaban por completo las avenidas. Pensé en llenar la casa de libros, pero tuve un gran miedo y es que no tengo las maletas suficientes para llevarlos conmigo.

A dos años de mi verdadera partida de este mundo es que comencé a comprar maletas. Por las tardes iba guardando mis libros dentro de ellas. Sabía que era una tarea que iba a terminar tarde o temprano. Las paredes blancas volvieron a mis ojos; me reconocieron tarde, había cambiado tanto, ahora era distante, delgado, ausente y frío. El paso del tiempo no fue bueno conmigo, les dije. Cambié tanto, eso lo escribí sin nunca enseñárselo a nadie. No sé si porque nunca más volvía a tener un amor en mi corazón, o porque los pasajeros que tuve se llevaron en partes todo lo bello de mi alma hasta dejarla resquebrajada y sucia. No quería terminar de guardar mis libros. El miedo de ver el último cuaderno dentro de una maleta me hizo pensar en todas las cosas que no hice en la vida. Ya era tarde de hacer todo lo que nunca hice. No iba a comenzar las cosas que me había prometido de joven. La sensación de incumplimiento se desbordó fuertemente sobre mí. 

Compré un último libro en mi último mes de abril, antes de que las flores comenzaran a brotar en casa. Lo dejé frente a la puerta. Le puse el nombre de aquel amor que me persiguió años atrás. Al salir de casa lo besaba con ambas manos. De cierta manera y sin darme cuenta esa fue de las pocas veces que rezaba verdaderamente. Sabía que ese libro iba a quedarse a ver la historia concluída de mi paso por el mundo. Cuando fuera a despedirme de él es porque estaría listo para todo lo que vendrá después. No tenía miedo de dejarlo en casa; pero sí tenía pavor cuando volvía, esperaba detrás de la puerta, esperanzado de encontrarlo junto al picaporte; ese sí es miedo, pensé, que un día llegara y él ya no estuviera para recibirme. 

Un día, en un arrebato de odio mezclado con tristeza guardé ese libro en la última maleta. Me arrepentí tarde. Salí de casa. Frente a las orillas del metro decidí que iba a terminar mi historia. Sentí sus manos suaves. Me detuvo suavemente. Sus manos me decían que no debía de saltar, o al menos no en ese momento, aún podía esperar. Detrás de mí estaba el cuerpo que tantas veces me hizo reír a carcajadas. Me alejó de las vías. Me sentó en una asquerosa banquita, me ofreció un cigarro, y detrás de él sacó un vasito con un té y unas ganas tremendas de llevarme a bailar. Noté que ya no tenía consigo las maletas. Le pregunté si aún compraba libros, me contestó que no. Los últimos que había tenido fueron esos que ví caer cuando viajaba en camión de regreso a casa. Lo besé, pero en la mejilla, mi manera de decirle que ahora era un desconocido para mí, y que todo el amor que había sentido para él había desaparecido para siempre de mi cuerpo. No bailamos esa noche, fue hasta una semana después que decidimos irnos a bailar. No soy tonto, pensé. Sé que tarde frente al metro realmente yo había saltado. Lo hermoso fue que mi historia no terminó ahí. Me enteré en esos días que había muerto que la vida no solo era eso. Poco a poco todos los libros fueron regresando a casa, así como todo el amor que alguna vez le tuve a él. La belleza del instante me duró en mi sonrisa. Cuando bailaba acariciaba los cuerpos que no sabían que estaba ahí con ellos. Un fantasma que no quiere ser fantasma. Un espectro con más vida que muchos seres que caminan por las calles del centro sin darse cuenta de lo hermosa que puede ser la vida cuando prestas atención a los detalles.

Me escondí por días en las bibliotecas y librerías del mundo. No encontré nada importante. La gente me acarició sin darse cuenta. No sé por qué seguí ahí. Quería volver a casa. Quería estar en las manos de ese amor. Cuando regresé no lo encontré. Supuse que había revivido, en forma de un nuevo pétalo; busqué su cuerpo en las flores, en los animales que se correteaban en las calles sucias de nuestro Querétaro. Pero, el drama de esta historia es que nunca lo encontré. Morí y el amor de mi vida volvió a nacer. Cuando volví a nacer no lo encontré. Cuando él murió yo nací y así fue, hasta que el reloj se cansó de dar vueltas y vueltas. Pasaron tantas vidas, y en todas nos buscamos mutuamente. Fue quince vidas después que volvimos a tocarnos las manos. Él compraba un libro, mientras que yo quería robarme otro. Nos miramos. Nos conocíamos. La vida juntos era sencilla. Ya nos amábamos, de antes, de mucho antes. El amor era apenas un verbo para nosotros. Sabíamos de nuestros dolores, de nuestras metas, de nuestros miedos. Me tomó de la mano y dijo: Oye, disculpa, pero a tí te ví una vez en el metro, ¿no es verdad? Lo miré. Calmado. Grité dentro de todo mi silencio. Quise irme, pero, ¡ah, cómo no contestar, si él llevaba el mismo libro que yo. Yo a tí te ví comprando maletas para tus libros, contesté. 

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