Nav Melech.-
Me comprometo a contar tu historia cuando no estés, y parece que hoy ha llegado ese momento. Tengo claro que no sobreviviré otro día más en este mundo. Además, aprovecho de que mi nieto vino a la ciudad, y él será quién transcriba las siguientes palabras; ya que desde hace varios años he perdido el control sobre mis manos y de mi voz, y consecuentemente de algunos hermosos pensamientos que llevan tu nombre y apellido; y por lo tanto dejé de escribir, y por ende dejé de hablar contigo.
Huímos de casa el día que tu mamá murió. Visitamos muchos lugares mientras tratábamos de conocernos a nosotros mismos. Nos casamos en casa de un buen amigo que conocimos en uno de nuestros viajes hacia Huatulco. Nadie nos conocía en ese momento, pero hubo bastante gente en la celebración. Volvimos a casa años después. Vendiste la casa de tu madre y ahí plantamos un limón. Años y años después, tus amigas y yo celebramos tu cumpleaños, celebramos tu vida, y nos dolió tu ausencia.
Varios años después de habernos casado, felizmente nos divorciamos. Tú trabajaste por muchos años como conductora de autobús para una escuela primaria. Yo trabajé para dos librerías que se fueron a la quiebra. Años después nos reencontramos cuando dejé a mi hijo en la esquina de la casa, justo frente a la parada del camión. Las puertas del autobús se abrieron y nos vimos después de tantos años de distanciamiento. Ninguno saludó al otro. Un silencio nos envolvió en complicidad. La mueca de una sonrisa fue más que suficiente como para hacernos dar cuenta de que ambos estábamos presentes, de que ámbos estábamos al borde una hermosa historia.
Me separé de mi esposa un par de años después. Nunca estuvimos juntos realmente, pero solíamos desayunar todos los miércoles a las diez de la mañana. De ahí, cada quién se iba a trabajar. No hablábamos de nada que no fuera de nosotros mismos, de nuestros problemas, de nuestros sueños inalcanzables. Nos separamos cuando mi madre se fue a dormir con el silencio. Llevé sus restos al mar y ahí te pensé de nuevo conmigo. Ella, mi madre, no sabes cuánto te quería, ella te peinaba con amor, te veía fuerte dentro de todo tu silencio.
Nació tu querida hija dos años después. La conocí en su cumpleaños número quince. Tenía el hermoso nombre de tu mamá. Lloraste cuando todos se fueron de la fiesta, mientras levantabas vasos y platos sucios, mientras dejabas caer algunos platos y vasos sobre el lavatrastes; lloraste con el roce de tus manos con el cristal roto, mientras veías tu sangre escurrirse entre los platos con marcas de pastel y de mole. Lloraste porque recordaste las manos de tu madre; yo me quedé porque recordé los cabellos de la mía. Me quedé a limpiar junto a tí. Tuve la hermosa fortuna de hablar con tu esposo. Platicamos en el balcón mientras fumábamos y escuchábamos su música preferida.
Nos volvimos a encontrar años después, en el mar, solos y ya no tan desconsolados. Bailamos una noche frente al mar. Sentí tu piel quemada, y los granos de arena que se incrustaban entre tus dedos. Caminé asustado una noche cuando no te encontré. Dormimos juntos, únicamente abrazados, sin intimidad, o bueno, podría decirse que dormimos con la verdadera intimidad que existe, la que realmente importa.
Enfermaste un año después. Te acompañé a todas tus sesiones con los doctores. Ambos teníamos miedo de lo que fuera a ocurrir. Comenzamos a rentar una casa cerca de los hospitales. Perdiste la mayoría de tus cabellos a comienzos de abril. Dos semanas después ambos nos cortamos el cabello, quedamos completamente calvos, y salimos tomados de la mano de la estética con una hermosa sonrisa deslumbrando la avenida.
Me casé de nuevo, dos años después. Viniste sola a la ceremonía. Te fuiste antes de que terminara la fiesta. Volviste a tomar después de muchos años; te encontraste con el ron y con varias cervezas. Regresaste a tu hotel con uno de mis mejores amigos. Me dejaste una carta escrita a mano; en la portada sobresalían dos de nuestras iniciales, en color azul, el mismo tono con el cual escribíamos nuestras cartas de amor en la adolescencia.
Años después te reencontré. Fue una tarde de agosto dentro de un restaurante. Ninguno de los dos saludó al otro, de nuevo el silencio nos hizo cómplices. Mi hijo notó que algo extraño ocurría en mi mirada perdida. No dije nada. Volví a casa y busqué tus cosas en el ático. Acariciando las memorias recordé cuando teníamos diez años y rompimos la ventana del auto de tu padre; cuando corrimos toda esa tarde, tratando de esconder todas las piedras del patio, y así tu padre no supiera qué había ocurrido con su ventana.
Dos años después del rompimiento de la ventana fue cuando nos dimos nuestro tercer beso. Los otros dos habían ocurrido a escondidas de nuestros padres, en medio de sus conversaciones y de sus comidas al aire libre. Cuatro años después tuvimos nuestro despertar sexual, aunque esta vez no fue juntos. Cada quién lo tuvo con alguien al cual ya no recordamos, y ni queremos hacerlo. Ninguna de nuestras experiencias fue lo que esperábamos, sino que fue todo lo contrario; ambos sufrimos de abusos y de molestias que a la fecha nos cuesta mucho platicar.
Un año después nos encontramos en el mismo salón escolar. Te confesé mi amor. Tú rompiste mi corazón por primera vez, y no me molestó en lo absoluto, porque sabía que ibas a romperlo muchas otras veces más; es más, en ese momento me sentí orgulloso de que mi corazón fuese destajado por tus hermosas manos. Esa misma tarde llegué a contárselo a mi madre y ambos festejamos con un café con leche. Desde entonces me quedé a vivir en un rincón floreado de tu corazón, sabiendo que íbamos a estar juntos durante lo que quisiera durar la eternidad.
Cincuenta años después de nuestro cuarto beso nos encontramos en la boda de tu hija. Me escribiste para decir que no querías ir sola, “y yo nunca te dejaré sola”, fue lo que contesté al minuto que ví tu mensaje. Diez años después de la boda de tu hija supe que seguía enamorado de tí, pero esta vez no te lo dije, aunque en tu mirada sabía que tú ya eras consciente de todos mis sentimientos.
Moriste quince años después de eso. Te lloré por quince días completos. Mis hijos se preocuparon tanto que me llevaron a un hospital pediátrico y después a un psiquiátrico. En el último fue donde conocí a tantas personas que hubieras querido y algunas otras que hubieras admirado bastante; ahí fue cuando perdí el control sobre mis manos y de mi voz. Al salir del hospital perdí todas las cartas que te había escrito en cada año de nuestras vidas, pero no me preocupó, seguramente siguen escondidas en el árbol donde nos besamos por séptima vez, debajo de nuestro árbol de limón.
Dos años después organicé una cena en tu nombre. Tus amigas vinieron a llorarte. Dos de ellas plantaron un árbol al final del patio de la que fue nuestra última y primera casa. Nos fuimos temprano porque la edad nos lo pedía a gritos cansados, y también porque el vino nos hacía decir cosas hermosas sobre tí y de tus pendientes amarillos que robaste de una tienda a tus quince años. Durante la comida mostré todas las imágenes de nuestra infancia, y lo que siguió en nuestro instante de vida. Mi esposa me abrazó, me limpió mis lágrimas y dijo que nunca te iba a abandonar, sino que vivirías dentro de mí, y que florecerías flagrantemente en los ojos de todos aquellos que te vieron bailar siendo tan hermosa. Me dijo algo parecido a lo que tú me dijiste en las últimas citas de emergencia al hospital. Los muertos no se van. Están con nosotros, todo el tiempo. Escríbeme un cuento, y de ahí nadie me va a sacar. Suéñame, y ahí nadie me va a encontrar. Suéltame, y me iré con las nubes para estar sobre todas las cosas. Llórame, y estaré ahí en la forma de un amor que nunca pudiste darme.
Un día sentí un golpe en el pecho y sabía que mi hora de partida estaba a punto de llegar. Hice llegar a mi nieto al hospital donde estoy hospedado desde el martes pasado.
Un día antes de morir, mi nieto me leyó las palabras que acabo de susurrarte. Al final noté que olvidé tantas cosas hermosas de tí, que me hizo evitar la muerte dos veces más.
Mi nieto me dijo que todo iba a estar bien, que él iba a terminar mi historia, lo cual me tranquilizó el alma, y fue que ahora sí pude morir a gusto. Espero que las siguientes palabras de mi nieto realmente hagan sentir todo el amor que te tuve, Hilda. Perdón, pero me tengo que ir.
Mi abuelo se enamoró. Entregó su corazón siendo muy joven y muy tonto. Se enamoró de Hilda Capistrán a sus cinco años de edad, y dejó de amarla una tarde de septiembre a las cinco con quince de la mañana cuando dió su última respiración. La amó cuando todos estaban dormidos, y dejaba de amarla cuando esperaba distraído frente a los vagones del metro. Mi abuelo fue feliz en su amor, en su locura. Me pidió que contara su historia, con detalles y fechas en el calendario. Pero no sé si eso ya importa; es más, no sé si a alguien le vaya a interesar lo que fue una pequeña historia de amor. Una historia de amor ocurrida, pero bien bailada dentro de lo que solo fue un parpadeo en el tiempo. ¿No creen? Ya a nadie le importan esas cosas. Solo me queda dejar estas palabras debajo de un árbol de limón. No sé por qué mi abuelo me pidió que sus sueños se quedaran a dormir aquí.
Deja un comentario