Llorar

Decidí aprender a llorar profesionalmente a mis cuarenta años de edad. No fue algo que tenía planeado hacer, sino que más bien, nació de un hermoso impulso por querer ser alguien en la vida. 

Renuncié a mi trabajo un ocho de junio, acto seguido puse mi departamento en venta, regalé todos mis libros a la biblioteca de una escuela primaria llamada “Héroes del Olvido”; y por fin vendí, -o más bien malbarate- toda mi colección de revistas de literatura peruana; esa fué la que más me dolió perder, la verdad. Ya no quedaba nada que me detuviera en mi aprendizaje para llorar. De alguna manera sabía que había tomado una decisión hermosa, y al mismo tiempo desconocía que esta acción iba a terminar por destruirme por completo. 

Llamé al asilo en donde descansa mi madre; ella me contestó de inmediato, y sin explayarse en la conversación me citó a las cuatro de la tarde frente al aparador de una tienda de zapatos, ubicada en la colonia Miguel Hidalgo. Llegué cinco minutos tarde, algo normal en mí. A lo lejos ví como ella platicaba amorosamente con dos mujeres más jóvenes que ella; mi madre las sostenía a ambas de las manos y les agradecía de sus palabras de amor con bañadas en elogios. Me dió un gusto enorme saber que todavía reconocen a mi madre en las calles. Si ustedes no saben quién es ella, se las presento, mi madre es Carolina Jiménez Higuain, la grandiosa lloradora de la Ciudad de México. ¡Ven!, por supuesto que les sonó familiar el nombre. No hay nadie en este país que llore como ella. Muchos se han acercado a su talento, pero ninguno ha tenido la majestuosidad de llorar como lo hace ella. 

Todos los mexicanos conocen algunos hitos de su trayectoria artística, pero para aquellos que la memoria les juega artimañas olvidadizas, les informo rápidamente un poco de ella. Mi madre nació en Morelia cuando aún no nacían ninguna de las estrellas que hoy vemos en el cielo. Ella lloró por primera vez a sus quince años de edad; lagrimeó de una manera tan fantástica y hermosa que provocó que todos los presentes de inmediato quedaran fascinados con su arte; lloró con una técnica perfecta, con un temple sublime, súmamente envidiable, con una suavidad palpable; por supuesto que se notaba a kilómetros que desbordaba un talento nato; pero lo más importante es que ella tenía la cualidad de hacer llorar a su maestra de literatura española; una refugiada de la guerra que lloraba tan hermosamente a su esposo que se perdió entre el sonido de las campas, de las balas, detrás de los brazos sangrantes de su hermano Gustavo recién caído, que murió defendiendo una hermosa bandera republicana y a un coro interminable de ‘¡Ay!, Carmela’

Mi madre a sus dieciocho años hizo llorar a todo un pueblo completo. A sus veinte años enamoró a mi padre con solo un par de lágrimas; lo hizo recordar a su hermano que caía de un autobús en movimiento, y el miedo de perderlo algún día se hizo por fín presente en mi padre. Mi madre lloró ante miles de personas y todo el mundo cayó rendido a sus pies. En los noventas lloró por todos los desaparecidos, y las buscadoras usaron sus ojos como un estandarte de lucha y de resistencia. Diez años después ella lloró por el cielo gris, y por el pequeño sol que se cansó de salir a ver lo que tenía a sus pies. Años más tarde llenó estadios completos con sus lágrimas; personas de todo el mundo venían a verla. Era tan fascinante su arte. Movió miles de corazones sin querer. Lloró los ríos suficientes como para sanar las venas del mundo.

No había duda de que si quería aprender a llorar, mi madre era la indicada en mostrarme el camino de su arte. Frente al aparador de zapatos me dijo que llorar es una muestra de amor revolucionario, más bien que era la única. Comenzamos la primera lección visitando la tumba de mi amigo Norberto. Frente a todas sus flores, sus cartas y poemas, mamá me dijo que uno primero tiene que aprender a llorar para los que no están, y después uno tiene que aprender para los que vendrán. Lloré por horas, pero no logré despertar ninguna flor del camino. Mamá me llevó a caminar por la historia del mundo. Me mostró el origen de nuestro pueblo. No lloré en ese momento, sino que esperé a ver cómo el mundo decidía olvidar todo el odio que provocaron alguna vez; ahí lloré perdidamente por cuarenta años, pero esta vez no fue en el desierto, sino que fue en los brazos de mi madre. 

La segunda lección ocurrió al día siguiente. Caminos al final de la vida de mi padre. Nos encontramos con flores y con todos los poemas que le escribió secretamente a mi madre. Mamá me dijo que uno tiene que aprender a llorar por las cosas que sabemos que van a ocurrir algún día; y que no todas esas lágrimas son de tristeza, es más, las lágrimas más importantes en la vida son las de la felicidad; y hay que aprender a llorar con ellas para reconocerle a la vida que nos dió personas hermosas que iluminaron este mundo con su presencia. “Llorar es también reconocer que fuimos felices juntos.” dijo mamá. Me dejó llorando junto a mi papá, duramos en lágrimas toda mi infancia; recordando los patios verdes y sus manos mostrándome cómo regar los arbustos, pero principalmente como regar su corazón. Lloré por cada abrazo que le dí, por cada risa que sacó de mi cuerpo, por cada consejo que termino en mi camino; lloré porque no contenía tanta felicidad en mí; fue así que provoqué una sola lágrima en mi madre; me sentí realizado, súmamente importante, mamá me detuvo de inmediato. “Una lágrima mía todavía no es un logro, hijo. Necesitas provocar ríos, ríos, ¿me escuchaste? Necesitas provocar diluvios para curar a todos los que están solos.”

La tercera lección ocurrió dos años después. A esta altura me encontraba muy seguro de mí mismo. Tenía dominadas ya las lágrimas del pasado, del futuro, de la tristeza y de la felicidad. Para entonces ya había logrado hacer llorar a toda mi generación, pero mamá decía que eso no era suficiente. Me tomó de mi mano infante y me llevó consigo al inicio de su historia. Ahí entendí que sus lágrimas comenzaron en este mundo a causa de la soledad y el abandono familiar. Ella no lloró en ese momento, sino que esperó un par de años más. Llegamos al momento en el que estuve en sus brazos, yo era apenas un bebé. Tampoco lloró ahí. Pasaron años y fue cuando la ví de reojo llorar en silencio; ella al sentir mi mirada escondió su rostro, nunca lo había hecho antes, me sorprendió bastante su acción, no entendía lo que estaba pasando. “Las lágrimas del miedo, esas hijo, son las más difíciles de dominar, mírame, cómo aún me cuesta trabajo”. Exclamó mientras limpiaba su rostro con pétalos y partes que se le cayeron a la luna. “No entiendo, mamá. ¿De qué tienes miedo?” Pregunté desde un cuerpo adolescente. “De que ya no quieras estar aquí. De que te canses del mundo. Eso me aterra, me destruye lentamente por dentro. Lloro porque tengo miedo de tus ojos tristes. Las lágrimas del miedo son las peores. Ellas solo pueden hacer llorar a uno mismo, y a nadie más. Esas lágrimas provocarán que todo a tu alrededor se vuelva frágil y temeroso. Sé que ahora no lo entiendes. Espera un par de años, y con tu hija en brazos entenderás este terror.” Mamá me abrazó, su amor quedó impregnado en mis ojos, en mi voz, en una historia que tal vez nunca ocurrió, pero que la imagino en sus silencios con el cielo. 

La cuarta lección se las doy yo, ya que mamá no tuvo tiempo de explicar. Las lágrimas del amor, esas son la verdadera fresa del pastel. Llorar por un amor es la miel de nuestra existencia. Dejarse destruir por un sentimiento es lo más valiente que uno puede hacer en esta vida. Arremeter con besos y caricias al intrépido futuro, es la manera de decirle al destino que no nos importa qué haga con nosotros, con que solo nos deje en sus brazos un minuto más, es más que suficiente para vivir. Llorar porque ella se va ir y nunca va a regresar, eso es una belleza, es un regalo que no comprendemos en el momento, sino que se necesitan años para comenzar a disfrutar el dolor que un último beso puede causar. Llorar por amor es la respuesta a todas las noches en vela. Hay que aprender a guardar las lágrimas del amor debajo de la almohada, dentro de los recuerdos y artefactos que alguna vez le pertenecieron; collares, anillos, encendedores y un cigarro volteado en la cajetilla, esos son detalles que recuerdan que mi corazón sigue siendo de ella. 

Pero, no solo el amor entre personas, sino del amor al presente y de sus ocurrencias que forman recuerdos. Cuando por fin dominen esas lágrimas que caen al despertar, al bailar, al recordar un amor, serán capaces de hacer llorar a cualquiera. Pero lo más importante, nunca dejes de llorar, así como de reír y de odiar. Cada lágrima tuya es un regalo, y una penitencia hermosa. Llora dos veces a la semana, frente a mamá o a papá, frente al amor de tu vida que vas a perder porque no supiste cuidarla, llora ante la idea de que el mundo está pudriéndose poco a poco, y llora aún más porque las hermosas flores siguen naciendo, y tienes la suerte de cortarlas para verlas morir lentamente en tu sala; llora porque cada vez somos menos los buenos, y llora porque hay personas a tu alrededor que van a llorar cuando no estés. 

Y bueno, ¿logré hacerte llorar?

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