Nav Melech.-
Opia
Sábado 10 de Diciembre del 2014 – 4:35 am
Me sentía incómoda sobre la cama. Un calor en mi espalda me hacía moverme de un lado a otro. Mi cuerpo necesitaba una corriente de aire que me refrescara. Aventé las cobijas a un lado; mis piernas desnudas recibieron una caricia del viento de la noche. Mantuve esa paz por un momento, la sincronicé con mi respiración e intenté cerrar los ojos por un instante.
Sabía que tenía que levantarme. El sonido de mi reloj de mano me recordaba a cada segundo que tenía que continuar con lo que había empezado. El segundero era una campana dentro de mi cabeza. No permitía que ningún otro pensamiento se adueñara de mi mente; el tic-tac tenía controlado mi ser.
Giré mi cuerpo y miré hacia la ventana. Las cortinas se movían lentamente, bailando a un ritmo que solo ellas escuchan. Me quedé esperando a que la luna entrara por el ventanal y me llevara consigo. Me acomodé para mirar de nuevo el techo. El reloj seguía martillando mi cabeza.
No lo soporto más. Es momento de levantarme. Junté todas las fuerzas restantes de mi cuerpo y me erguí sobre la cama. Giré mis piernas hacia el borde y mis pies descalzos tocaron el suelo, inmediatamente sentí un líquido espeso. No le dí ninguna importancia, ni siquiera voltee a ver qué era. Únicamente sentí el líquido correr por los dedos de mis pies, introducirse por mis uñas, hacerse parte de mi piel; me generaba tanto asco, pero no tenía energías para hacer algo al respecto.
Me levanté y caminé hacia la ventana. Puse mis palmas sobre el cristal helado; al contacto con este mis palmas quedaron marcadas por el calor de mi cuerpo.
Desde el segundo piso pude ver a un señor. Me mantuve un momento frente a la ventana, esperando tener más información sobre él. Ví que tenía una pequeña botella de alcohol en la mano, vestía un abrigo café, iba descalzo y su cabello largo, parecía que no había sido acariciado por nadie en años. El señor caminaba en zigzag; se veía borracho y no controlaba sus pasos. Su movimiento era dictado por la fuerza de la vida; la cual nos mantiene de pie, y nunca nos deja caer; no sabe a dónde guiarnos, únicamente nos avienta hacia adelante, esperando lo mejor de nosotros. Sentí una gran pena por el señor. Dentro de mi garganta se hizo un nudo y no me permitía respirar tranquilamente. Mi rostro sintió una lágrima caer por mis mejillas. Escuché claramente la caída de la gota sobre el suelo; ya que la casa se encontraba en completo silencio. Mi pareja se encontraba ya descansando, y no había nadie más que yo despierta a esa hora. Los únicos despiertos éramos el señor de la calle y yo. Ambos nos manteníamos de pié en la vida; sin saber a dónde vamos pero seguimos con un camino que tarde o temprano habrá de terminarse.
Alejé mis palmas del vidrio empañado. En el cristal quedaron dos marcas de mis manos ensangrentadas. Las miré y una parte de mí no quería darles importancia. Las ví como una obra de arte en un museo; únicamente yo las entendía y me paraba frente a ellas para admirarlas en silencio. De pronto todo llegó a mí: No podía dejar esa marca en el vidrio. Rápidamente tomé las cobijas de la cama y comencé a limpiar la sangre.
Terminé de limpiar. La visibilidad del vidrio había cambiado completamente; ya no se podía ver nada del otro lado. Antes era un cristal limpio y traslúcido, ahora está lleno de sangre y actos abruptos; ahora se percibe una mezcla grisácea, la cual no me permite ver hacia la calle. Intento asomarme y reencontrar al señor pero me es imposible. Desanimada dejé caer las cobijas al suelo. Mis pies desnudos, sintieron la tela suave y cómo el líquido se impregnaba en ellas. El material absorbía la totalidad del líquido que tanto me generaba disgusto. Aquel momento me llenó de intranquilidad.
Bajé la mirada y noté un rió de sangre. Mis pies estaban bañados por completo, cada uno de mis dedos había cambiado a un color sangriento. Mis cobijas preferidas, manchadas completamente. Mis manos a su vez: decoloradas.
Un golpe de respiración desincronizó mis pensamientos. El sudor de mi frente alcanzaba los poros de mi nariz. Me miré las manos, las alcé temblando. El movimiento de mis palmas me hacía no verlas correctamente, se volvían borrosas a mi vista. Miré al suelo, mis rodillas lastimadas a su vez temblaban; todo mi cuerpo se encontraba al borde de quebrarse.
Me incliné y tomé las sábanas. Una vez en mis manos, sentí un peso abrasador en mi cuerpo, como si estuviera recogiendo un animal muerto, o una mascota que encontró su final repentino. Me sentí de nuevo siendo una niña; sosteniendo el cuerpo de mi conejo Jonás, quien había muerto un día a causa de que un microondas le cayó encima. La apariencia de mis colchas blancas me dolía, me generaba suma tristeza; ya que fueron las primeras cobijas que compré con mi primer salario de mesera. Ahora se han destruido y nunca más volveré a usarlas. Las doblé mientras arreglaba mi respiración cortada. En uno de los dobleces, la sangre que quedaba en ellas me salpicó el rostro. Tuve que cerrarlo antes de que las gotas entraran a mi ojo descubierto. Doblé las cobijas y las puse sobre la cama. -Tengo que ponerlas en una bolsa.- Pensé.
Me dirigí hacia el baño. Todo en la oscuridad y haciendo el mínimo de ruido. No quería despertar a mi conciencia, y que ella viera la situación en la que me encontraba. Con pasos cortos toqué la rendija de la puerta, incliné mi cuerpo sobre ella, intentando no hacer ruido. Abrí la puerta y me recibió un espejo oscuro; reflejando mi cuerpo y ojos desconocidos. Miré la sombra en el espejo. Mi razón me decía que era yo la que se encontraba reflejada, pero la figura no la reconocía, alguien más se encontraba en el baño y no era yo. Nunca había tenido esa sensación frente al espejo, o en general. Tenía miedo de mí misma.
Encendí la luz. Todo se volvió confuso por un momento. La imagen frente al espejo regresó a su normalidad: Era yo, con la paz en la mirada y una inocencia en el alma. Regresó en mí la tranquilidad.
Miré hacia la taza del baño, donde se encontraba el cuerpo sin vida de mi pareja. Él tenía los ojos abiertos y los labios caídos. Golpes en todo el cuerpo y en especial en la cabeza. Una parte de su cráneo la tenía expuesta. Junto a él una piedra pintada de sangre. -Tengo que sacarlo a él también de aquí.- Pensé.
Abrí el grifo para lavarme las manos. Me incliné sobre uno de los anaqueles y saqué varias bolsas negras de basura. Puse dos sobre la mesa, me sequé las manos, tomé una de las bolsas e intenté abrirla con mis dedos húmedos.
Salí del cuarto con un par de bolsas en las manos. Me encontraba peleando motrizmente con ellas. No se permitían ser abiertas por mis temblorosos dedos. Les soplaba con el poco aire de mis pulmones; intentando que el viento hiciese una abertura y pudiese abrirlas.
Miré mi cuarto; jarrones rotos, cuadros en el suelo. Todos los recuerdos que nos generan paz y confort al regresar a casa, ahora se encontraban tirados; recordándome mi situación sentimental. Yo nunca regresé a casa estando en paz, llegaba con miedo.
Impulsivamente mis dedos hicieron espacio en los diminutos bordes. Logré abrir una de las bolsas. Me acerqué a la cama y metí las cobijas dentro del olvido negro que llamo: basura. Dejé caer mis sábanas favoritas dentro de un espacio sin retorno. Sin despedidas, ni últimas miradas, dí final a uno de los detalles más alegres de mi vida.
Levanté la mirada, con la finalidad de hacer un mapa de la trayectoria de la violencia que había vivido. En mi caminar fui levantando los recuerdos rotos y los introduje en la bolsa. Mientras caminaba por el cuarto me sentí como si estuviese rescatando vida de un espacio que fue azotado por un huracán. Me sentía una humanista; encargada de recobrar los destellos de esperanza de un lugar que lo ha perdido todo.
Una vez que el suelo se encontró limpio miré con miedo hacia la puerta del baño. Dejé la bolsa junto al pasillo. Caminé al cuarto de baño, abrí la puerta y ahora el cuerpo de mi pareja había caído junto a la regadera. Su cabeza señalaba hacia un orificio en el suelo; la sangre seguía esa misma dirección, como si su alma hubiese encontrado un escape, -aún en la muerte-. Sus manos estaban recargadas sobre su pecho. Sus pies descalzos me recordaron a los míos. Ambos éramos unos niños que jugábamos a entender la vida. Ninguno de los dos estaba listo para el mañana, pero él ya no tendrá que preocuparse de eso nunca más.
Al verlo no sentí ningún remordimiento, al contrario, tenía un disgusto en la boca. No soporté más la sensación y vomité en la taza del baño. De mí salió todo el dolor que había guardado por años; un veneno había escapado de mi cuerpo. Al terminar me limpié el rostro; me sentía limpia, salvada, humana de nuevo.
Me levanté y me acerqué al cuerpo. Tome sus hombros e intenté sentarlo. Sentí un peso inconmensurable sobre mi espalda. Intentaba jalar un cuerpo ya ausente de vida; y aún así tenía un peso mayor al de mi cuerpo.
La sangre desprendía un olor repugnante y penetrante. Sus ojos sin vida, aún me generaban demasiado malestar. Son intrusivos e irascibles. Nunca soporté su mirada ausente; criticando cada uno de mis pensamientos y acciones. Era como si supiese todo lo que estaba pensando, y sin decir nada, me hacía ver que no valía la pena.
Logré sentarlo. De pronto sonó la puerta. Solté el cuerpo y cayó en una posición deplorable. Me levanté y me quedé parada sin hacer ruido. Esperé a que el sonido haya sido un producto de mi imaginación, o que fuese en la puerta de algún vecino. Esperé por un minuto. La puerta volvió a sonar; se escuchó una voz indescifrable de un hombre. La puerta sonó por una tercera vez; ahora sonaba más fuerte y marcada sobre la madera.
Me lavé las manos preocupada. Salí en la oscuridad y crucé el departamento, directo hacia la puerta. Sin encender alguna luz me asomé a la rendija; del otro lado se encontraba el tío de mi pareja. Se veía angustiado y con el cabello mojado. En una de sus manos tenía su celular y en la otra tenía un puño apretado. Él alzó la mano para tocar la puerta una cuarta vez. Antes de que su puño tocara, abrí la puerta. Me miró asombrado; como si no esperara verme. Bajó su mano lentamente mientras me miraba el rostro cansado. Sé que notó mi preocupación, pero no comentó nada sobre eso. Sus labios se mantuvieron sellados. Yo pensaba cómo responder a mi condición: el sudor en mi frente y la respiración acelerada. Supuse en decirle que mi pareja y yo estábamos teniendo relaciones, antes de que él tocara. No, sabía que eso no lo creería. Hace unos meses mi pareja me era infiel con una amiga suya, del trabajo. Estoy segura que su tío conocía del amorío. De ninguna manera me creería.
Ambos nos quedamos en silencio. Él esperaba a que lo dejara pasar, me mantuve frente a la puerta sin moverme. Abrió sus labios e interrumpió mis pensamientos y excusas.
– Hola Miriam. ¿Está Hugo? – Me preguntó.
Cruzó sus manos y esperó una respuesta concreta de mi parte. Me recargué en la puerta y lo miré pensativa. Lo analizaba de pies a cabeza; trataba de encontrar otra pregunta para distraerlo. Lo miraba en su vestimenta; quería ver si podía sacar algo de él para hacerlo temblar, hacer que se fuera corriendo de la casa y me dejara terminar lo que empecé.
– No ha llegado a casa. Me dijo que iba a quedarse contigo. – Contesté.
Su tío tragó saliva. Dió unos pasos hacia atrás. Se veía extrañado, espantado y asombrado. Generé todo eso con una sola oración; imaginen lo que podría lograr con un año de conocerlo personalmente. Intentó contestar, las palabras se cortaron y tartamudeo un poco.
– Me habló… como a las once. Me dijo que viniera para acá. Se escuchaban ruidos. No sé. Por eso vine; ¿está todo bien? – Preguntó.
Al terminar su monólogo ensayado y lúgubre, inclinó su cuerpo hacia la entrada. Él es un hombre alto y fornido. Yo soy la mitad de tamaño que él. Supongo que él esperó a que habría de hacerme a un lado al inclinarse, sin embargo, me mantuve plantada, como fresno ante la hoja punzante que quiere quitarme la vida. Me miró extrañado. Nunca en su vida una mujer lo había visto de la manera en que yo lo veía: amenazante, segura y lista para el calor del infierno.
– Miriam, estoy seguro que él está aquí. Déjame entrar. – Dijo y tomó la puerta.
Mis dedos sostuvieron punzadamente el borde la puerta. Estoy segura que mis palmas sangran de nuevo, pero no retiré la mirada de él. Apreté la puerta con todas mis fuerzas. Se sintieron dos presiones sobre la puerta, la suya y la mía.
– Hugo no está aquí… La última vez que me habló iba para tu casa. ¡Dime dónde está! De seguro le pasó algo en el camino. Déjame llamarle. ¡Por favor ve a buscarlo! – Contesté molesta.
Entré a la casa y tomé el celular de mi pareja. Fingí hacer una llamada. Mi tono de voz se cortaba y me decidí a llorar. El tío de mi pareja me miraba consternado, sus ojos cambiaron completamente. En mi sollozo lo tomé de los brazos y le supliqué que lo buscara. Él se quedó en silencio. No le permití decir nada. Aventé delicadamente su cuerpo hacia las escaleras. Con gritos y lágrimas le suplicaba que fuera a buscarlo. Él, completamente ausente de sí, espantado hasta los huesos, giró y bajó las escaleras hacia la salida. Le grité mientras bajaba, él aceleró su caminar. Escuché la puerta del portón cerrarse. Entré de nuevo a la casa y lo miré por la ventana. Él entró al auto y sacó su celular. El celular de mi pareja sonó. Lo tomé y ví que su tío le llamaba. No contesté. Encendí el celular y le mandé un mensaje. Me asomé a la ventana; lo ví leer el mensaje. Enseguida bajó el celular, encendió el auto y se fue.
Seguí con la mirada el auto; giró sobre una esquina y lo perdí. En contra esquina miré al señor del abrigo; aún con su botella en la mano, su caminar desincronizado y cabizbajo. Lo ví recargarse sobre una pared, suavemente dejó caer su cuerpo al pavimento. Lo miré con ternura y con tanta impotencia, tan directamente que esperé a que volteara a verme. Quería que sintiera mi mirada sobre su cabello despeinado y sucio, quería que sintiera mi presencia en sus pensamientos; porque yo no podía sacarlo de los míos, estaba tan cansada. Su cuerpo terminó acurrucándose en el suelo. Me sentí vencida y me alejé de la ventana.
Giré y la casa oscura por fin me recibía con cariño. Los muebles callaban para admirarme, los cuadros de mis padres me veían desde las paredes; se sentían en paz con mi imagen y mis ideas; aunque sus miradas estaban en mí, yo sabía que no podían lastimarme. -Son solo imágenes.- Pensé. Nunca antes había sentido ese recibimiento en mi hogar. A causa de que no hubiesen miradas sobre mí, encontré una calma.
Regresé al cuarto. El aire estaba sucio y aún los gritos se sentían presentes en la pared. Entré al baño. El olor era aún más penetrante. Cubrí mi nariz con mi playera. Me incliné y levanté de nuevo el cuerpo de mi pareja. Lo saqué arrastrando del cuarto hasta la sala.
Solté sus piernas, las cuales azotaron con un silencio cortante dentro de mis pensamientos. Descansé para ver qué tenía que hacer. Miré hacia unos sillones blancos, frente a ellos una mesa pequeña y debajo de la misma una alfombra. Quité la mesa y jalé el cuerpo hacia la alfombra, donde acomodé el cuerpo inerte. Con complicaciones pude girar la alfombra y terminar de cubrir el cuerpo. Una vez que ya no se veían indicios de vida, jalé la alfombra hacia la puerta. Me asomé por la rendija para asegurarme de que no hubiese nadie. Abrí suavemente la puerta y salí arrastrando la alfombra. Bajé la escalera y la alfombra fue dando pequeños golpes con cada escalón. Una vez que llegué a la planta baja, jalé la alfombra hacia los contenedores de basura. Abrí la puerta negra e introduje el cuerpo de mi pareja. Cerré la puerta, limpié mis manos y regresé a las escaleras.
Mi respiración había regresado a un ritmo tranquilo. Subí las escaleras con una sonrisa escondida en los labios. Obviamente me encontraba fatigada, pero nunca me había sentido tan en paz conmigo misma. El dolor de mi cuerpo fue desapareciendo; olvidé la sensación de mis manos y de mis piernas.
Me paré frente a la puerta, ahora sin miedo de entrar. Abrí y cerré los ojos. Al abrirlos lentamente aseguré que nada hubiese sido un sueño; la casa seguía a oscuras. En el ambiente se percibía un aroma después de una guerra. Los suelos lo presentían con cada paso mío; como si caminara por un sendero minado; yo una bailarina, iba saltando sin miedo por el sendero.
Caminé por la casa oscura. Entré al baño; terminé de limpiar el suelo y la piedra con la que había golpeado a mi pareja. Todo lo puse en su lugar. Me miré por un momento al espejo. Por alguna razón que no entiendo; antes que me miré, no me había podido percibir los golpes y moretones en el rostro. Lo cual imagino, ha de haber sido lo que generó asombro en el tío de mi pareja al verme.
Me limpié el rostro; esperando a que las marcas fuesen únicamente producto de mi imaginación. El contacto directo con el agua me lastimó bastante. Parecido a la pulsación de un cuchillo sobre la mejilla. Cerré los ojos, esperando alejarme de este instante tan doloroso. Las marcas en mi rostro eran verdaderas. Tuve que apretar mis puños para distraer mi dolor del rostro. Con los ojos cerrados estiré el brazo para tomar una de las toallas cercanas al lavabo. Puse la toalla sobre mi rostro delicadamente, y aún así me lastimé al contacto. Bajé la toalla y fui abriendo los ojos lentamente. Me miré frente al espejo; tenía dos golpes en el rostro. Uno moretón en el ojo y otro en el pómulo; los acaricié con mis yemas. Tenía una marca en el cuello, la playera estaba rota y jaloneada.
Puse mis manos sobre el agua; dejé que la temperatura me llevase a otro lugar y momento en mi vida; cuando era pequeña y me sentaba en las fuentes a mojar mis dedos. Quería irme de ese lugar lo más pronto posible.
Levanté la mirada de nuevo. Ví una mirada diferente a la mía. Era yo en el espejo; pero con unos ojos diferentes, groseros, altaneros y dispuestos a lastimarme. Detrás del espejo había una persona diferente. Me generaba mucho temor estar parada frente a esa persona, aún cuando sabía que era yo. Tenía una mirada desconcertante, y alejada de este mundo. Sus ojos eran intrusivos. Se adentraron en los detalles más personales de mi vida. Se volvieron parte de mis recuerdos más tranquilos. Volvieron suyo todo por lo que siempre trabajé. Aquellos ojos entraron sin el permiso de nadie, a la alcoba de mis sentimientos.
Aún cuando era mi rostro el que me devolvía la mirada, me sentía acosada por un extraño. Aún cuando la persona frente a mí era mi reflejo, no podía evitar sentirme incómoda. Me encontraba bajo el juicio de una extraña que solo quiere lastimarme.
Cerré y abrí los ojos incontables veces, esperando a que esta ilusión desapareciera. Parecía que todos mis esfuerzos eran en vano. Aquellos ojos no querían irse de mi casa. Había entrado una extraña con forma de mi cuerpo.
Me encontraba de nuevo en peligro. No podía hacer nada para rescatarme esta vez. Tomé la piedra. El reflejo cruzó el otro extremo del espejo y tomó mi mano. Ambos cuerpos se encontraban ahora en un mismo espacio. Apretó mi mano hasta lastimarme, la piedra cayó a un lado mío.
La miré preocupada. Estaba lista para despedirme de este mundo. Terminó de cruzar a mi extremo del espejo; nunca me soltó la mano. Una vez que estuvo de mi lado, soltó mi mano. La bajé, procurando no llamar su atención.
– ¿Quién eres? – Le pregunté.
Me miró extrañada. Como si ella misma hubiese hecho la pregunta, y ahora viviera en un deja vu donde no conoce la respuesta. Bajó la mirada y no quiso responderme. Intentó hablar, pero ninguno de sus murmullos terminaba en una oración completa. La tomé de sus hombros y le grité.
– ¿Qué quieres? – Le pregunté mientras movía sus hombros de un lado a otro.
– ¿Ya lo hiciste, verdad? ¿Lo mataste? – Contestó en voz suave.
Viernes 9 de Diciembre del 2014 – 11: 50 pm.
Entré al baño para lavarme las manos. En la sala escuché entrar a mi pareja. Hicimos varios comentarios para llenar el vacío de la casa. Mientras lavaba mis manos, él entró para saludarme, besó mi mejilla desde mi espalda y le sonreí desde el espejo.
Salió del baño mientras se quitaba la corbata. Continuó hablándome, pero mis pensamientos estaban en otro lado. Únicamente asentía a sus preguntas, en verdad, no estaba prestando atención. Me concentraba en mis dedos; ya que sentía una suciedad en ellos, pero no podía verla. Revisé varias veces mis palmas, tratando de encontrar lo que me generaba aquella sensación. Tallé varias veces y mis palmas y no se iba. Comencé a sudar de la frente y mi estrés aumentaba. Alcé la mirada para verme en el espejo y generar una mirada de tranquilidad. Me miré con la respiración desatinada, los ojos cansados y las manos ensangrentadas. Me espanté inmediatamente. Me miré las manos y no había rastros de sangre; pero en el espejo sí estaban presentes. Tallé y tallé hasta que sentí un dolor punzante en las manos.
Mi pareja entró al baño. Acarició mi cabello y acomodó su barbilla en mi hombro. Yo no le dí importancia a su acción, estaba concentrada en quitarme la inexistente sangre de las manos.
Concentré aún más la mirada sobre mis dedos. Nada a mi alrededor me parecía importante. Me miré en el espejo para corroborar el estado de mis manos; aún se encontraban sangrantes. Mis ojos habían cambiado. Frente a mí: Yo, con una mirada llena de odio.
Mi pareja comenzó a hablarme más cortadamente. Jaló de mi hombro al ver que no le estaba prestando atención. En mi mente seguía la imagen mía con unos ojos diferentes. No entendía de dónde venía aquella sensación. Mi pareja comenzó a molestarse y me empujó levemente del hombro. Me miré una última vez al espejo y tenía mis ojos cambiados. Un respiro entró por mi cuerpo. De repente perdí control sobre mis acciones y todo se volvió oscuro. En la oscuridad escuché ruidos y golpes; la voz de mi pareja gritando y pidiendo ayuda. Escuché la puerta cerrarse, un grito ahogado, tres golpes secos y se hizo el silencio. Cuando volvió la luz me encontraba sobre el pasillo de la casa. Apagué las luces y caminé hacia el cuarto. Me sentía completamente fuera de mí; como si hubiera despertado estando de pie. Abrí la puerta y caminé con los ojos cerrados directamente hacia la cama. Sentí con mis manos el borde. Acaricié el colchón; rodeé con pasos suaves hacia mi lado. Me arrastré desde el borde de la cama hasta la parte superior. Acerqué mis rodillas al pecho para abrazarlas. Sentí frío en mis pies; me cubrí con mi cobija todo el cuerpo. Mi cuerpo se fue calentando paulatinamente. Las cobijas se fueron convirtiendo en una parte de mi cuerpo. Mi respiración se sincronizó con mi reloj; tanto que mi corazón como el minutero tenían el mismo ritmo. Comencé a soñar; me veía en un parque sola. A lo lejos un hombre ya viejo, con un abrigo y una sonrisa, se acercó a mí y me ofreció una flor, la tomé con mis manos sangrantes.
– Yo tengo esa misma mirada, hija mía. – Dijo el señor.
Mi respuesta fue mirarlo confundida. Él se sentó junto a mí; de una de sus bolsas del abrigo sacó una bolsa con migajas de pan. La puso en mi mano, sacó un puño de ella y comenzó a regarlas sobre el piso. Ninguna paloma se encontraba cerca. El señor continuaba vertiendo las migajas sobre el suelo vacío.
-Tienes la mirada de mi hija. – Dijo sin mirarme.
Le acerqué la bolsa para devolvérsela. Él no la recibió.
– Mira. Ellas tienen mucho miedo. Tú tienes únicamente que aventarlas. Inténtalo. –
– No hay ninguna paloma, señor. – Contesté confundida.
– ¿No las ves hija? – Dijo y me miró confundido.
– No hay nada. –
– ¡Ah! Ya sé lo que pasa. Mira; mete tu mano en la bolsa. –
Metí mi mano en la bolsa. Saqué un puñado de migajas y la apreté fuertemente para que no se me desprendieran de la palma. Miré al señor que seguía sin verme.
– Aviéntalas, sino se van a molestar contigo. – Dijo mientras señalaba el suelo.
Bajé la mirada y frente a mí se encontraban miles de palomas. Rodeaban en su totalidad la banca donde nos encontrábamos. Me asombré de la inmensidad de animales junto a nosotros.
– ¿De dónde salieron todas? – Pregunté asustada.
El señor saltó en una carcajada.
– Siempre han estado aquí. –
– No es verdad. Acaban de aparecer – Contesté molesta.
– Pudiste verlas, en el momento que sacaste la comida. –
– ¿Cómo es posible? – Pregunté mientras veía los mares de palomas junto a nosotros.
– Como no querías darles de comer, nunca ibas a poder verlas. Tienes que alimentar lo que hay dentro de tí. Generar esa necesidad de hambre, y así verás realmente todo lo que te rodea.
Estiré la mano y dejé caer un puñado de migajas. Las palomas saltaron y nos rodearon con su vuelo. El aleteo provocó una oscuridad y un ruido que nubló todo a mi alrededor. Paulatinamente fui abriendo los ojos y desperté del sueño. Me encontraba en la cama; las cobijas cubrían hasta mi cuello y mi visión se acopló a la realidad. Desde mis pies empecé a sentir una incomodidad; como un río de hormigas que encuentran mis piernas como un sendero para su hogar. Tuve que quitarme las cobijas de encima y sacudir mis piernas. Miré hacia mis pies y no ví nada extraño. Regresé mi espalda al colchón y miré el techo. Algo había pasado de lo cual no estaba segura. El ambiente del cuarto tenía un secreto. Yo tenía esa sensación de haber tenido un sueño extraño.
Giré sobre mi hombro y traté de hacer memoria de lo ocurrido. Nada llegó a mi mente. Acomodé la almohada sobre mi cabeza. Cerré los ojos y traté de recobrar el sueño que tenía en mente, antes de que cayera en el pozo de todos los olvidos.
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