Piensa en mí de vez en cuando

Nav Melech.-

“Iginio se cansó de esperar junto a mí y decidió que era momento de regresar al mar. No quise detenerlo. Corrió hasta que las olas cubrieron su cuerpo. Corrió hasta que le perdí la vista. Cerré los ojos por todo el cansancio. Por fín podía descansar. Había encontrado lo que siempre me hacía falta. Gracias, Iginio.” Escribió Nav, para terminar su cuento. 

Ahora escribe Aurora, para Nav.

Los primeros años fueron los mejores, no lo dudo; desde el comienzo quise quedarme únicamente a amarlo. En ese entonces mi vida tenía un ritmo apresurado y direccionado únicamente para el arte, que era pintar. Quince años de vida y ya tenía figurado el sendero de mi carrera artística, con sus distintas direcciones y opciones para no decepcionarme a mí misma. Pero cuando lo conocí a él podría decirse que todo cambió; pero tal vez, ahora que lo veo desde otro punto de vista, ahora más tranquila veo que hice siempre lo que realmente quería, y además, que tenía que hacer tarde o temprano con mi vida. Me dediqué a pintar tanto como la vida me lo permitió, y él me acompañó en cada paso del camino; cerquita de mí para que todo estuviera bien, él cargando mis pinturas y mis muchos temores e inseguridades, evitando que estos detuvieran mi andar.

Dejé de amarlo por un tiempo, pero él siguió a mi lado. Comimos de nuestras propias manos, esperando a que el tiempo nos dispusiera en caminos distintos; y ocurrió todo lo contrario, los años nos acercaron amorosamente, junto con amigos, con proyectos nuevos, y uno que otro amor pasajero. Antes de todo eso no pude decirle que había dejado de amarlo. Un día se lo escribí en papel, él me miró sonriente, tan infantilmente, para responderme que ya lo sabía, y que no tenía ningún problema, su amor seguía intacto, sin cambios ni alteraciones. 

Después nos acompañamos por un año completo. Esperé con miedo a que él dejara de amarme. No sé si en algún momento él dejó de hacerlo, nunca se lo pregunté. Lo que sí sé es que sus ojos cambiaron de enero a marzo, sus manos se alejaron un poco y su cuerpo se volvió frío en la cama. Dejamos de bañarnos juntos. Su sonrisa del espejo cambió. Una parte de mí se espantó de que él dejará por fin de amarme, otra parte de mí pensó que su tristeza lo había alcanzado de nuevo. Dos veces al año él cae en depresión. Hay años en donde su tristeza aparece tres o cuatro veces, pero generalmente son solo dos depresiones anuales. Ante la presencia de su tristeza, nos preparamos con mucho café y nos rodeamos de amistades. Él deja de trabajar para amarse de nuevo, compra libros y se esconde en casa. Deja de tomar alcohol y se dedica a fumar en la ventana. Escucha canciones de cuando era más joven, y a la hora de dormir se aferra fuertemente hacia mis piernas. De esa manera él ha dominado la presencia de la tristeza en su vida. Me genera tanta envidia ver cómo él supera las lágrimas y vuelve a su camino normal, como si nada hubiese pasado. Por varias ocasiones he tratado de que me enseñe su proceso, pero mi tristeza tiene otros trucos especiales, diseñados únicamente para mí. Una vez que él se siente feliz, me devuelve todo su amor. Pero esta vez lo sentí aún más somnoliento, más triste; tardé en darme cuenta que su tristeza había aparecido violentamente en su corazón, y esto lo tomó por sorpresa. En esta ocasión él no tuvo tiempo para prepararse, ya que teníamos una entrega en la editorial a finales de mes, también él se había comprometido con dos escritores, -muy amigos suyos-, que serían publicados a finales de junio. Él nunca rompía una promesa, y menos a las personas que consideraba como sus amigos. Todo este estrés provocó que él llorara todo un fin de semana. Me quedé con él y cancelé mi desayuno con mi mamá y mi tía. Se levantó el viernes con ojos rojos. Salió a caminar con nuestros perros, y cuando regresó sus ojos mostraban aún más lágrimas que las de la noche anterior. Me abrazó como si fuese a despedirse. Se encerró todo el día en el cuarto, salió únicamente para darme un beso y decirme en un tono burlón: -Te amo, tanto.- A lo que pregunté: -¿Cómo te sientes?- Y contestó con una media sonrisa que le enchinaba sus ojitos lindos:  -Un poco mejor. Ésta vez vino fuerte, la muy cabrona.- Refiriéndose a su querida tristeza, esto acompañado de una risa corta.

Esta vez realmente me asusté por la presencia de su tristeza. Por supuesto, nada que ver como la primera vez que la conocí. Tenía quince años y ví como destruía lentamente a una de las personas que más he amado en mi vida. Él dejó que lo atropellara un auto en movimiento y su cuerpo se volvió frío toda la noche en el hospital. Sus padres conocían su tristeza desde años atrás, y aún así le tenían miedo y respeto. El único que la afrontaba como un igual era él; tanto que le puso un nombre, pero eso nunca se lo dijo a nadie; habla con ella cuando sale a caminar y le deja flores en una fuente todos los viernes de fin de mes. Nadie más tenía la valentía de reconocerse así en su tristeza, solo él. Dos días después del accidente del auto se disculpó conmigo y nos fuimos a Tepoztlán, para distraernos y amarnos un poco más que antes. Ahí le pregunté por primera y última vez: -¿Crees que un día la tristeza te lleve lejos de mí?-, -No creo. Ella solo me quiere de a ratos. Lo nuestro no es para siempre.- Desde entonces supe que él no me dejaría, y menos para irse con su tristeza. No soy celosa, pero por supuesto sé que tienen un amorío frente a mi persona, pero él procura que la mayor parte de su amor sea para mí, y no para ella; eso tengo que reconocerlo, procura su caballerosidad hasta en los detalles.

Dejé de amarlo una noche de diciembre. Regresamos a casa después de una cena de navidad. Él volvió a discutir con mi papá, como todos los años; como siempre se repite la misma historia cuando él y mi papá se encuentran con el alcohol y sus envidias. Él tiene envidia de mi padre, y mi padre de él, de su capacidad de escribir y de ser amado por mí; de sus miradas nace un odio natural, alimentado por mis ojos y propiciando a que se lastimen, primero con palabras y al instante con sus puños. Dejé de amarlo cuando lo ví tan borracho arrastrarse, y acercarse lentamente a la cama, apenas y podía caminar. Me levanté, salí de casa y no regresé en todo el fin de semana.

Dos semanas después fue a buscarme a casa de mi mamá. Ella lo quería tanto que no soportó verlo en la puerta, de inmediato lo dejó pasar y se sentaron a fumar en la cocina. Hablaron por horas, él lloró y trató de explicarse; mamá alzó la voz en distintas ocasiones, tratando también de explicarse y hacerle ver que lo que había hecho rompió mi corazón. Después de ese día dejé de verlo por más de un año. No supe nada de él en todo ese momento. Su secretaria seguía enviado sus informes, textos y ediciones. El trabajo continuaba a su ritmo habitual, lo único que hacía falta era su presencia, su risa en el estudio, el humo y sus palabras reconfortantes para los nuevos escritores que buscaban ser publicados. Las flores de su estudio comenzaron a morir, pero en un acto de rebeldía y desamor, comencé a regarlas antes de salir de la oficina. 

Poco a poco fui pensando menos en él. Dejé de escribirle cartas y su nombre fue borrándose de mis pensamientos semanales. No fue fácil; el primer mes pensé en él todos los días, más en las noches, cuando tenía frío y recordé que solo él alcanzaba los cobertores grandes, escondidos en el armario; el segundo mes pensé en él solo dos veces, y fue a causa de una junta ya programada con una editorial de Jalisco, mencionaron su nombre varias veces, y me quedé muda, como si un fantasma me hubiera acariciado el corazón; el tercer mes, pensé en él un sábado por la mañana, nada más y sin razón, solo tenía miedo de no volverlo a ver.

Cinco años después llegó su tristeza a la puerta. Los maullidos de mis gatos me alertaron de su presencia. Ella venía preocupada para avisarme que no sabía nada de él. Ambas nos sentamos a comenzar una búsqueda exhaustiva; hablamos con sus amigos cercanos, familiares y algunos conocidos, nadie supo dónde estaba. Le pedí a su tristeza que no se fuera de casa, y que se quedara a platicarme de las cosas que yo no sabía de él. Me contó de la primera vez que sus peces murieron, y él lloró tanto, tanto que dejó empapada su almohada y su pijama favorita de Batman; y desde entonces él siempre se negó a tener peceras en casa. Me contó sobre sus muchos sueños; uno de ellos era ser carpintero y vivir lejos de la ciudad, para dedicarse solo a la madera y al cuidado de un burrito que llamaría Iginio; otro sueño muy querido que él tenía, era que quería irse con su tía a vivir al mar, él quería tanto a su tía, y el mar le daba una calma inmensa. 

La tristeza me confesó algo antes de irse. Me dijo que él nunca tuvo planes de irse con ella; fue una promesa que se hizo a sí mismo, y que cumplió hasta el final. Sentí un alivió enorme al escuchar sus palabras. Cuando ella llegó a casa pensé que la tristeza se lo había robado, pero no fue así, la razón seguía siendo un misterio. Abracé tan fuerte a su tristeza y la acompañé a la puerta. Ella me miró como una vieja amiga, y yo la ví como la amiga de mi pareja, que ella lo amó tanto y que al final él no le hizo caso.

Pasaron más años y llegó una carta. Uno de mis gatos me informó del paquete, lo llevaba entre los dientes y lo depositó junto a mis pantuflas. Era el último cuento de Nav. No quise leerlo al instante, dejé que llegara su cumpleaños para abrir el sobre. Compré sus cervezas favoritas, e invité a todos sus amigos, conocidos y familiares a la casa para que escucharan sus palabras. Llegaron todos a la hora marcada; la última en hacer su aparición fue su tristeza; se veía mejor que antes, más linda, con sus cabellos rizados y una botella de vino chileno, como las que él siempre tomaba. Todos brindaron y se sentaron junto a mí en silencio. Abrí la carta para leer lo siguiente: 

“Piensa en mí de vez en cuando, cuídate. Esta es la historia de Iginio, mi burrito gris, el primero en aprender a correr sobre el mar.”

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