Nav Melech.-
Supe que mi amada Nereida iba a abandonarme cuando Alicandro, el gato de la facultad, se sentó por fin sobre mis piernas. En ese instante recordé las palabras de mi madre: «…Los gatos llegan a uno cuando más se les necesita, mijo, recuerda bien, no antes, y no después.» Esa misma tarde Alicandro volvió conmigo a casa, escondido dentro de una caja. Y esa misma noche vimos partir al amor de mi vida.
Dos años después, Alicandro y yo estuvimos presentes en el velorio de uno de mis más grandes amigos. Por un mes completo no dormí, y Alicandro aprendió a esperar dormido junto a la computadora. Un mes después, Alicandro me vió tomar alcohol desmedidamente, y también contuvo la mayoría de mis lágrimas con la caricia de su lomo en mi cuello. Al siguiente mes aprendimos a sonreír de nuevo y a caminar por las calles. Y desde entonces Alicandro tiene la obligación de dormir sobre mi cabeza, para así contener las ideas para que no salgan disparadas y se pierdan; por las mañanas él se sienta frente a mí, para transcribir todos los sueños que tuve la noche anterior. No es mi musa, es mi mejor editor, sin goce de sueldo ni prestaciones.
Cuando me casé, supe que Alicandro se sentiría incómodo de que alguien más viviera con nosotros. Dos días después, Alicandro hizo las paces con mi esposa, gracias a que ella prepara un excelente atún; y desde entonces, Alicandro la acompaña durante las mañanas para susurrarle y bailarle entre las rodillas, en su andar por la cocina.
Mamá conoció a Alicandro cuando ella comenzaba a olvidar palabras, y en especial los rostros de sus hijos. Alicandro se sentó en sus piernas, y mamá me miró convencida de las palabras que me dijo una vez, hace muchos años atrás. No quise que Alicandro la molestara y le dejara muchos pelos sobre su ropa negra, pero al acercarme a Mamá ella se aferró más a él y me dijo: “…No, no no. ¿Qué te dije, hijo?. Llegan cuando más lo necesita uno. Déjamelo.” Alicandro se quedó a dormir con Mamá por tres semanas hasta que un día ella no despertó.
Cuando me enfermé del corazón, Alicandro se dedicó a acariciar las plantas de la sala con su lomo blanco. También dormía sobre mis libros y hacía algo que nunca le dije a nadie: platicábamos sobre el clima, fútbol y de todos nuestros sueños; eran conversaciones largas y llenas de amor, excepto, cuando Alicandro neceaba con defender el rendimiento de sus Chivas Rayadas, y después proceder a ofender a mi querido Atlante; que prontamente, primero Dios, esperemos regrese a primera división.
Desde siempre, desde pequeño, Alicandro subía a la mesa para acompañarnos en las conversaciones. Sonreía y nadie se percataba de sus expresiones, solo yo. Dos amigos le llamaban de cariño: Eusebio; en honor al gato que tenía cuando era más joven y quería dedicarme a estudiar francés y antropología.
Un día, Alicandro y yo jugamos a las escondidas. El problema fue cuando no lograba encontrarlo por toda la casa. Lo busqué en el patio y hasta dentro de la lavadora. Lloré por un momento al imaginar que algo le había pasado; y así de repente, aparecía entre mis piernas, sosteniendo su juguete entre los colmillos, burlándose de mi intelecto y burlándose de mi amor incondicional a sus ronroneos.
La enfermedad de Alicandro empeoró con el tiempo. Las visitas al veterinario eran cada vez más recurrentes, casi dos o tres veces al mes. Mi rostro se volvió familiar con las enfermeras. Lloré escondido en el baño de visitas, varias veces para ser honesto. Alicandro solía caminar por los pasillos del veterinario, tratando de reconocer el espacio, o buscando algo o alguien.
Su diagnóstico lo conocíamos muy bien. Dediqué noches completas a investigar sobre las soluciones y todas las posibilidades. Alicandro seguía acostado junto al monitor, siempre esperando. Una noche deduje que lo mejor que podía hacer para Alicandro era llevarlo al mar, y después dejarlo descansar.
Mi esposa y yo organizamos un viaje improvisado. Todas las cosas estaban listas en el auto, solo faltaba Alicandro. Subí al estudio para levantarlo y prepararlo, pero lo encontré roncando tan plácidamente, con los ojos completamente grises, canas en toda la extensión de su rostro, la lengua salida y babeando como él acostumbraba. Bajé con mi mujer para decirle que lo mejor era cancelar el viaje, y dejar que mi Alicandro terminara de soñar.
Subí para acostarme un minuto junto a Alicandro. Comenzamos a platicar, y traté de explicarle porque era un error la nueva plantilla de las Chivas, pero como era de saberse, no quiso escucharme. De pronto Alicandro me interrumpió y me pidió un favor, al cual no pude negarme. Me levanté y tomé a Alicandro en mis brazos y salimos de casa sin decir nada. Alicandro me había pedido que lo llevara a mi facultad de Ingeniería.
Después de cruzar la horrible ciudad llegamos al lugar en donde él y yo nos conocimos; justo cuando yo tenía veinticinco años y el corazón roto, y él era apenas un gato de cinco meses, perdido y lleno de curiosidad.
Nos sentamos en la misma banca que hace dieciséis años a platicar. Lo acosté frente a mí para contarle un cuento. Él cerró los ojos, no para despedirse, sino porque estaba cansado de la luz del sol en su rostro. Lo acaricié como la primera vez, debajo de su barbilla y junto a las orejas. Abrió los ojos por un momento para decirme que su labor estaba hecha y terminó diciendo: “Aquí te encontré, con tu corazón roto. Y hoy te dejo, con tu corazón aún más roto. Pero no puedes negarlo, valió la pena, ¿no crees?”
Dos semanas después Alicandro murió dormido. La noche anterior comió helado y salió a tomar el sol. Por la mañana le avisé a mi hermano; quien quería mucho a Alicandro. No lloré esa noche, lloré dos semanas después, cuando miré junto al monitor y él ya no estaba conmigo.
Conocí a Alicandro un día por accidente. Alegró mi vida por accidente. Se volvió más que un amigo, y todo fue por accidente. Y sabe Dios, que ese día cuando lo conocí, no iba a quedarme a estudiar en la facultad, pero no me quedaba de otra; ya que doy gracias a todos los dioses existentes por haber reprobado Electrodinámica y Física Cuántica, y solo así, por obligación quedarme en las bancas a leer y releer. Bendita electrodinámica, tú me diste el placer de conocer al rey de todas mis poesías: Mi Alicandro.
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