Nav Melech.-
– Me estoy haciendo vieja, mi niño. – Suspiró Layla pausadamente, mientras terminaba de defecar sobre la banqueta. Seguidamente se irguió suavemente sobre sus cuatro patas y aleteo sus orejas, para así poder escuchar mejor mi contestación. No quise decir nada, hubo un pequeño silencio, minúsculo, casi imperceptible, únicamente perceptible en la vida de una mosca de fruta. – ¿O tú qué crees, qué opinas? díme díme, anda… – Continuó Layla, casi cantando mientras plantaba sus ojos hermosos, tan llenos de cataratas como de memorias alegres; su mirada grisácea sobre mis ojos desvelados, apenas entreabiertos a causa de la falta de sueños, de aspiraciones y de amores.
– Sí, un poco pero ¿qué más te da?, ¿acaso tú te sientes vieja? – Contesté mientras me agachaba para levantar las heces de Layla e introducirlas en una bolsa verde. – A veces siento que te molesta que esté vieja, que me mueva lento y que no escuche bien. – Respondió Layla con un tono alegre y sumamente burlón, al mismo tiempo daba un pequeño brinco heroico de la banqueta hacia la avenida desierta; ella se sentía volar por los aires como tal majestuosa acróbata de circo; de un segundo a otro era una libélula que huye de rama en rama esparciendo sus colores en el cielo; en un instante volvió a ser esa perrita de año y medio que su infantilidad la llevaba a saltar valientemente hacia lo desconocido.
Cerca de nosotros, un maullido igualmente cansado hizo que Layla levantara la cabeza rápidamente; detuve la correa con muy poca fuerza en un impulso para prevenir que Layla no saliera corriendo hacia lo desconocido; lo cual a estas alturas de su edad me parecía imposible que ella hiciera, pero lo hice de todas maneras por memoria muscular de cuando Layla corría por todos lados en su hermosa juventud, siempre persiguiendo hojas caídas de los árboles y varios ratones de alcantarillas. Layla sintió la pequeña resistencia en su collar y se detuvo lentamente a un tercio de la avenida; del otro lado de la calle nos miraba Ofelia; una gatita vieja que maullaba desde las alturas de un muro deshuesado; el cual hace quince años fue la fachada de la casa de Amaranta, la que en ese entonces fue la mejor coordinadora de campaña de la alcaldía; misma que llevó a Felipe Uritia Quiñones, un vendedor de licuadoras, con cincuenta años encima, dos divorcios y un año de sobriedad completado en el grupo de doble a, ‘Halcones Sureños’. Amaranta llevó a Felipe en las encuestas hasta un gran segundo lugar, y después, le consiguió un puesto como coordinador de juventudes apostólicas. La querida Amaranta tuvo la peor de las suertes; ella siempre quiso abrir una tienda de espejos y de marcos; estaba segura de ello desde que cumplió sus seis años y su padre le preguntó en brazos. Amaranta amaba a su papá, tanto que envidiaba su trabajo de espejero y a todos los clientes porque le robaban la atención de su padre. En una muestra de amor y de nostalgia, Amaranta dejó la política y empezó su negocio de espejos. Tan mala suerte tuvo que al día siguiente tembló en la ciudad, y todo su trabajo, sus sueños, todo quedó destruído en el suelo, pintando un caleidoscopio de luces con lágrimas y muchas aspiraciones acortadas. Amaranta se fue de su casa, se escondió en otro cuento, aún no me ha dicho en cuál está, ojalá la encuentre pronto para contarles como fue su vida después de que regresó de Alemania con su esposo y su grupo de escaladores de montañas. Mientras recuerdo a Amaranta, Ofelia observa a Layla desde lo que fue una de las casas más hermosas de la alcaldía, y lo que ahora es un hoyo en la tierra.
– ¡Hermosa! Bendito el ojo que me queda, que por fin te ha encontrado después de tanto tiempo, linda. – Exclamó Ofelia entre lamidas de su pata derecha.
– ¡Querida!, qué hermoso verte. – Contestó Layla encaminándose hacia el muro. – ¡Anda!, bájate de ahí, que ya no tienes nueve vidas para presumir tan salvajemente. – Continuó ladrando Layla hacia los aires mientras se acercaba a Ofelia; su cadera le alentaba el ritmo, poco a poco comenzaba a arrastrar la pata trasera, pero su sonrisa de reencontrarse con una vieja amiga la empujaba a no detenerse y continuar con la frente en alto, apenas distinguiendo sombras con los ojos y usando su olfato al máximo de sus capacidades para recordar cada detalle de su vieja amiga. Ofelia notó sus pasos lentos y saltó tímidamente del muro, amortiguándose con un tronco viejo y varios ladrillos recargados junto al muro. Al instante estuvo al ras con Layla.
– Dime, linda: ¿qué fue de tu Luciano? – Preguntó Layla. – ¡Ay, mana! Ya ni me digas. El muy descarado se fue a Nogales con su otra familia. Dejó siete criaturas, todas sin el mínimo cuidado; cuatro conmigo y tres más con Alondra. – Contestó Ofelia entre risas, al mismo tiempo que se acariciaba entre las patas de Layla y ronroneaba entre las mías. – ¿Tú cómo has estado, corazón? Ya hace tiempo que no salías a caminar. – Preguntó Ofelia postrándose frente a la boca llena de canas de Layla. – Lo sé. Estuve triste un par de años, pero ya todo eso quedó atrás. – Layla no quería hablar de aquellos días; no porque le generará dolor recordarlos, sino porque no quería entristecer a su querida amiga con aquellos pensamientos.
Layla giró su cabeza hacia mí, en silencio me pidió un enorme favor, quería quedarse a platicar y caminar con su vieja amiga, como en los viejos tiempos, cuando Layla salía todo el día a perderse en el calor de las calles y en las conversaciones prejuiciosa con su grupo de amigas en el parque Tolentino. Le solté la cuerda y ambas comenzaron a caminar de nuevo hacia el parque. A cada paso que daban iban haciéndose más jóvenes. A la distancia ví como mi cuerpo también se hacía también como el de ellas. Tenía de pronto veinte años, una mochila nueva para la universidad, unos libros de cálculo y álgebra, mi termo grande de café y un cigarro mordido. Voltee para mirarme y darme una pequeña despedida; tenía los ojos un poco tristes, pero no tanto; me dió gusto verme así, con un gran impulso y dispuesto a todo. Dejé que caminaran y se alejaran los tres de mí. Dos pasos más y yo tenía dieciocho años; iba corriendo por alguna tonta razón, con prisas y con mucho miedo de equivocarme; pero que imbécil era, pensé, si tan sólo él supiera que va en la dirección correcta, cualquier error que tenga es una oportunidad más para volverse a equivocar; quise abrazarlo pero dejé que se volviera a caer; Layla tenía menos canas y su cadera no tenía problemas; Ofelia comenzaba a correr de nuevo, a subirse a los árboles, a esconderse debajo de los autos, y a disfrutar de la lluvia que peinaba sus bigotes largos. Siguieron caminando los tres. Dos pasos más y yo tenía quince años, esta vez no iba solo, sostenía fuertemente la mano de ella; Layla iba con nosotros, Ofelia también. No sé por qué van tan contentos, si tan solo supieran que les espera mucho dolor. Quise ir con ellos y decirles que cuidaran a sus dos amigos, también que no los dejaran salir esa noche de abril, y que por favor, por amor de dios, que no dejaran que sus amigos vayan a tal fiesta de junio. Pero decidí quedarme estático, dejé que la pareja se fuera y que sintieran el golpe de realidad en sus jóvenes corazones. Pero no podía con la culpa, pensaba que si no hacía algo, todo lo malo que había ocurrido en su momento, volvería a ocurrir, solo que ahora yo sería el culpable de tales funestos actos. Grité y todos voltearon, les hice una seña para que regresaran conmigo. Comenzaron a caminar hacia mí. Dos pasos hacia atrás, y mi yo de quince años iba entristeciendo la mirada en su camino; ella desapareció de la imagen; Layla comenzó a cojear y a esparcir canas por su rostro; Ofelia comenzó a hacerse chiquita y perdió su ojo. Me dí cuenta de lo que estaba pasando, quise detenerlos, pero no me hicieron caso, continuaron caminando hacia atrás, dejando que el tiempo pasara sobre ellos. Caminaron hasta pasarme y ví como Layla envejecía aún más, al punto en el que ya no podía caminar, se quedaba sentada a cuatro pasos desgastados; Ofelia había desaparecido completamente, supuse lo peor. Me acerqué a Layla y le acaricié su cabeza canosa. – ¿Cómo estás, viejita? – Pregunté agachándome hacia ella. Layla no escuchaba mis palabras.
Me senté junto a Layla para sentir su corazón. Sonaba lento como los días y las noches. Sus ojos apenas podían mantenerse abiertos. Layla tenía mucho sueño. ¿En qué estará soñando? Ojalá sueñe cuando éramos jóvenes los dos. Ojalá ella pudiera soñar que corremos hacia el fin del mundo y de regreso. La abracé con mi vida completa, dejé la marca de mis lágrimas en su cabeza, ella por fín notó mi presencia, y me dijo: – Mi niño, hazme un favor. -.
– Sí mi reina, dime. ¿Qué quieres que haga? – Contesté.
– Camina para allá. Para que vea en lo que te vas a convertir algún día. Quiero ver cómo vas a ser de viejo, así como yo. –
– No, Layla. No puedo hacer eso. –
– ¿Por qué? –
Tomé a Layla del rostro, de la trompita que tantas veces acaricié, con tantos besos y sonrisas.
– Si camino para allá tú vas a desaparecer. Y no puedo. No tengo el corazón para no verte y comenzarte a recordar. No tengo la valentía para regresar a casa y no verte. No soportaré las noches en que no estés cerca. No puedo, mi viejita. No soy como tú. No soy tan fuerte como crees. Sigo siendo un niño que no sabe dormir con la luz apagada. Mejor quedémonos aquí, anda, así estaremos juntos los dos, para siempre.-
– Eso no se puede, mi niño. Mi camino termina aquí, no el tuyo. Más allá de la esquina no voy, tú sí. Así es la vida, mi niño. Tú sabes mejor que nadie; tan hermosa que fue la vida contigo. Anda, ve, y déjame ver qué va a ser de tí sin mí. Quiero verte feliz, con un amor nuevo en tu vida, uno que te haga ser como cuando tenías quince años, ¿recuerdas cómo? Quiero que dejes de llorar al escribir, por favor; que escribas cuentos felices, yo sé que los tienes ahí dentro, guardaditos en tu corazón, y que son solo para tí, aún no quieres que nadie los vea, y eso no lo entiendo. Mi niño, sonríe hacia el frente, y ya no hacia atrás; camina con los ojos bien abiertos y cuando te decidas a correr ciérralos completamente; y vas a ver, que ahí voy a estar contigo corriendo, jadeando juntos, los dos para siempre. –
– No puedo, Layla. ¿Y si no soy como tú quieres? Si empeoro, o peor aún, me quedo igual de imbécil. No quiero que me veas así. No quiero que te avergüences de mí. –
– Eso no va a pasar. Anda. Dame dos últimos besos más, y ve para allá; que de ese lado sale el sol, y aquí solo quedan las hojas del otoño. Ven, mi niño. Déjame darte un beso, ya que solo mis besos han sido para tí.-
– ¿Por qué?
– ¡Ah! Ella me dijo que te besara solo a tí; y más cuando tu corazón se sienta cansado. –
– Layla, tú eres y serás mi verano completo, todo mi sol. –
– Lo seguiré siendo. –
Me levanté y comencé a caminar hacia el futuro.
– Ay, Layla ¿Tú crees que me estoy haciendo viejo? – Pregunté sin voltear.
– Aún no, mi niño. Viejo el mundo; que tú apenas eres un segundo, y sin duda, el más lindo que he tenido.
– Y tú mis horas completas. –
Comencé a caminar hacia el futuro. No quería voltear. Tenía mucho miedo. Solo escuchaba los ladridos de Layla en mi espalda. No sabía si estaba haciendo las cosas bien, no sé si me veía como ella quería. Quería voltear de golpe, pero tenía miedo de no verla ahí, en el balcón esperándome, o en el surco de la cama oliendo mis pies desnudos, o en mi pecho juvenil, con sus ladridos aguerridos. No quería voltear y perderla para siempre. No quiero voltear un día y ver que ya no está. ¿Y qué voy a hacer después?, cuando ella no esté, y caminé sin saber que me está viendo. Supongo que seguir, carajo, que vamos pa’delante; con los ojos bien cerrados y siempre corriendo, para que ella venga conmigo; al final del cuento y de regreso.
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