Nav Melech.-
«Fuente San Miguel: 04030, Cjon. San Miguel 61, San Lucas, Coyoacán, Ciudad de México, CDMX»
– No tengas miedo, mi amor.- Exclamó el cometa azul, en el transcurso de su paso por encima de mi cabeza. Al instante sentí una delicada caricia dentro de mis oídos con el ritmo de sus palabras suaves.
– Ahora es tu turno de mirarme.- Continuó hablando.
– ¿Cómo es eso? – Pregunté tajantemente, también un poco molesto de tener que hacer obvia su presencia.
– Lo que quiero decir, es que te he observado desde que morí, y ahora tú eres la estrella de la cual no puedo apartar mi vista. He venido a contarte este secreto, con el fin de que me cuentes uno tuyo.- Respondió seriamente la estrella, bailando lentamente con sus palabras y moviendo ambas piernas al ritmo del viento que las sostenía.
Me pareció una de las peores mentiras jamás contadas al instante que lo escuché; por lo mismo no tardé en tomar mis cosas y salir molesto hacia casa. Una vez con Aurora comencé a contarle lo sucedido. Ella en ningún momento apartó la vista de mis labios, y parecía que seguía detenidamente cada una de mis palabras. En un momento de incomodidad le dije:
– ¿Aurora, acaso me estás haciendo caso? No ves que todo esto es una broma de mal gusto.- Ella respondió negando con la cabeza y un sorbo pequeño a su taza.
– Lo que tú no entiendes es que hay personas que realmente quieren hablar contigo y tú las tratas como si fueran unos idiotas, es más, pareciera que el único importante en este mundo eres tú.- Contestó con una sonrisa escondida detrás de su taza de té; me incomodó tanto su comentario que en un acto de distracción me mordí la lengua, y tuve que escupir parte del arroz con verduras que comía tan alborozadamente.
Cansado, y algo molesto, me fui acostar. No pude cerrar el ojo en toda la noche a causa de decenas de pensamientos propiciados por aquel cometa inoportuno. A mi mente llegó la imagen de una vieja pareja. Las discusiones eran constantes y siempre en un tono doloso y rencoroso. Detrás de sus ojos estaba una mujer a la cual le había dedicado todo mi amor y cariño. En el sueño vivíamos de nuevo en la zona sur de la ciudad, nos preparábamos para recibir el año nuevo, su familia se reunía alrededor de nosotros, sentía su mirada molesta sobre mi cuello, como una gacela preparada a terminar con la vida de su víctima en medio de la sabana desnuda. Un sueño recurrente, desde hace muchos años, al cual no le presto la suficiente atención; algo me querrá decir mi subconsciente, pero nunca le tomo la palabra y continúo mi día como si nada malo pasara dentro de mí.
-Estaré loco, ¿ya?- Exclamé sobre el hombro de Aurora, pero no hubo respuesta. De nuevo me encontraba con la mirada sobre el cielo oscuro. Pensé que tenía un par de años más antes de que perdiera por fin la cordura. Tenía pocas cosas claras en la vida, pero una bastante segura era que esperaba volverme loco a los cuarenta y tres años. A la edad que mi padre perdió también su mente, y antes de él, su padre y también su hermano. Parece que es una cuestión familiar, pero no como una enfermedad, es más, todos esperamos pacientemente a que llegue la mañana de junio para acercarnos más a la demencia. Hay algo tan hermoso en ella, tanto que la hemos idealizado; y sin engaños podría decirles que algunos de nosotros vivimos enamorados secretamente de ella, esperando a que toque amorosamente a nuestra puerta y nos invite a pasear con ella el resto de nuestros días.
Al día siguiente salí en busca de la mentada estrella, la misma que un día antes hizo que cuestionara mi restante sanidad mental. La encontré en el mismo parque, sentada, leyendo un libro de Carlos Montemayor. Al verme llegar cerró el libro de golpe y me hizo una señal alegre para que me sentara junto a ella. Tomó el libro para enseñármelo y exclamó:
-Mira: “Guerras en el paraíso», para mí, me parece más una carta de amor que un relato de la guerrilla. -Qué idiotez.- Pensé. Por supuesto que con anterioridad había escuchado cosas igual de tontas acerca de la obra de Carlos Montemayor, pero, esta me parecía una de las mejores en el rango de imbecilidad. No contesté nada. Me quedé callado por un par de minutos. Debajo de mis piernas, un río de hormigas se encaminaba directamente hacia un helado de pistache que se derretía plácidamente en el suelo del parque.
-¿Por qué me dijiste eso ayer?- Pregunté mordiéndome furiosamente el labio inferior.
-¡Mira!, que curioso, ¿y te haces llamar escritor?, pero qué vergüenza, a duras penas puedes hilar palabras en una sola conversación contigo mismo, y te sientes con la audacia de cuestionar mis palabras.- Contestó la estrella al levantarse, tomando su libro con la luz izquierda de su cuerpo y acomodándoselo sobre su pecho desnudo, brillante e irritante.
No me molestó para nada su contestación. La verdad es que concuerdo con lo que dijo. En muchas ocasiones he tenido problemas para expresarme verbalmente; a lo que tengo que recurrir a explicar cosas que estoy comentando en el momento con otras, y termino confundiendo más a las personas que me rodean. Aurora dice que lo hago porque me gusta el sonido de mi propia voz, y no puedo refutar tal argumento.
El cometa se levantó y me tomó de la mano. Al instante traté de quitarla, pero era tan fuerte que ambos salimos volando hacia Plutón. Al detenernos en el ex planeta, y yo más tranquilo, decidí preguntarle un par de cosas.
– ¿No tienes a dónde ir? ¿No hay alguien que esté esperándote? – Pregunté.
– ¿Y tú? ¿En verdad tienes a alguien allá en casa?, ¿alguien que te espere con todo su corazón? – Contestó la estrella burlonamente.
Mira que personaje tan detestable; y con qué gracia se atreve a contestar mis preguntas con más preguntas. Decidí volver a casa pero a unos pasos noté que desconocía la ruta del camión que se acerca al mercado de flores en contra esquina de mi departamento. Qué molestia, ahora tendré que volver con la estrella y suplicarle que me lleve de vuelta a casa. Sin dudarlo lo hizo, me subió a su espalda y regresamos con Aurora. Ella al vernos llegar le suplicó a la estrella que subiera a tomar un par de tazas de café, o un vino, o lo que le apeteciera más; le insistí que lo dejará ir, pero mi hermosa Aurora, como siempre, no quiso hacerme caso. La estrella se sentó en mi lugar favorito, tomó mis libros del estante y les cambió de lugar el separador; -Es en verdad un cabrón- me decía frente al espejo en mis numerosos viajes al baño para esconderme de ambos; -No soporto más su pinche presencia.- Susurré entre dientes y salí del baño sin lavarme las manos. La estrella se quedó hasta las nueve de la noche, tomando mi vino y rayando mis discos de vinilo. Antes de irse le prometió a mi esposa que volvería a final de mes a ayudarle con la composta que tenemos en la azotea. No lo quiero ni ver de nuevo por aquí. Imaginé todas las posibles tardes en donde tenga que lidiar con él, con su petulante acento al hablar, su olor incomodo a flores muertas y sus ojos penetrantes como la detestable estrella que es.
Aurora no quiso dormir conmigo esa noche, la entendí por supuesto. Salí a caminar para tranquilizar mi mente, y para fumar a escondidas de Aurora. En la banqueta me encontré llorando a la estrella. Quise evitarla, pero al escucharme cerrar el portón se levantó para abrazarme. Ahora tenía lágrimas de estrella en el hombro, -qué incómodo me sentía-. La consolé porque quería encender mi cigarro lo más pronto posible, antes de que Aurora notara que no estaba en casa.
– ¿Por qué lloras? – Pregunté con el cigarro en los labios.-
– ¿No lo entiendes? Lloro por ustedes.-
– ¿De qué hablas?-
– ¿Acaso no te has dado cuenta? ¿En verdad eres tan idiota, o solo finges para la gente te tenga compasión al conocerte?-
– Mira. No tengo la mínima intención de soportarte en estos momentos. No quiero volver a saber nada de tí, ¿entiendes? Aurora te tiene aprecio, eso sí, pero por favor, déjala en paz. Ella tiene muchos pendientes ahora, como para echarse otro a la espalda y tener que soportarte.-
– Sabes que no puedo hacer eso.- Contestó la estrella con el restante de su respiración.
– ¿Y por qué chingados no? – Respondí amenazantemente mientras dejaba caer mi penúltimo cigarro al suelo.
– Tú me entiendes. No vengo por tí, vengo por ella. –
– Lo sé. No soy ningún imbécil. Sé por qué has venido. Te repito de la manera más respetuosa: déjala en paz. Ella no irá a ningún lado contigo. No tienes, ni quiero que vuelvas a poner tu cara por aquí. ¿Estamos claros?-
La estrella se fue corriendo, con lágrimas en los rostros, la lastimé, no era mi intención. Regresé a casa y me senté a escribir junto a la ventana. En esta ocasión las palabras parecían sangrar desde lo más profundo de mí; no tenía ningún placer por relatar las historias que había visto en el día, tampoco se me facilitaba escribir poemas de amor, o simplemente relatar mi día a día, no podía hilar ninguna frase que no me recordara el dolor que le había provocado a la estrella. Salí de nuevo a fumar, ahora lo intenté en el balcón del estudio, Aurora me metió forzadamente en casa.
– No te gusta que fume aquí adentro, Aurora. – Le dije mientras aventaba el cigarro por el balcón. –
– No me importa. No quiero que fumes tampoco afuera. Es más, ya no quiero que fumes, pero si vas a hacerlo hazlo aquí adentro, conmigo. –
– Está bien.- Contesté un poco espantado por su reacción. -¿Estás así por la estrella?- Continué.
Ambos entramos y nos sentamos a mirarnos largamente. Recordé cuando teníamos cinco años y jugábamos a contarnos las pecas del rostro, mientras nuestros padres discutían de política y música andina. También llegó a mi memoria la ocasión cuando Aurora y yo nos conocimos sexualmente a los quince años, todo gracias a una amiga suya que nos prestó su casa y una serie de discos para ambientar nuestro silencio. Ahora que lo recuerdo solo sé que pasamos toda esa misma tarde contando historias de nuestras familias, viendo quién había tenido la peor experiencia en alguna comida familiar, contando nuestras nuevas pecas y alimentando a los peces que nuestra amiga tenía en su cuarto; antes de que dieran las cuatro de la tarde, y nuestra amiga regresara a casa, ambos nos desnudamos y ahí terminó todo, nos abrazamos y tapamos nuestros cuerpos con poemas. Una vez a los diez años que nos encontramos en un parque de la ciudad fue que comenzó el verdadero amor entre nosotros, al instante no pudimos evitarnos la mirada, lo cual fue un indicio claro de amor de mi parte; yo nunca he podido mantener la mirada postrada en los ojos de alguien más sin que me gane la pena o la indiferencia; pero con Aurora fue tan diferente, al instante de cruzar sus ojos con los míos supe que nunca dejaría de verla, ni de atesorar cada detalle de su rostro en lo más preciado de mi subconsciente.
Esa noche, después de la presencia de la estrella, algo había cambiado en ella. Al fondo de sus ojos se notaba un pueblo desierto, con ventanales rotos y panfletos sucios, maquillando las avenidas lúgubremente. Ella y yo teníamos miedo. Tomé su mano para calmar los malos pensamientos, posiblemente le provoqué todo lo contrario, ya que comenzó a sudar desproporcionadamente de la frente y de los senos.
Sonó el timbre de la casa. Al abrir la puerta encontré a la maldita estrella que venía una vez más a molestarnos. Aurora se levantó a recibirla mientras se limpiaba el sudor del rostro. Ambos se tomaron de la mano calurosamente, como dos amigos que se reencuentran después de muchos años en una comida de exalumnos. Aurora se disponía a irse con él por siempre. No lo permití. Corrí a la entrada, tomé la mano de Aurora y azoté la puerta para dejar al impostor alejado de nosotros, de todo nuestro amor que tardó años en florecer. Le pedí cualquier tipo de explicación para entender, y evitar así que se fuera. Tenía un miedo inmenso de verla atravesar la puerta y comenzar a olvidar el surco de sus labios al sonreír, de sus ojos molestos al verme llegar tarde a casa y de su mueca incómoda en respuesta al mal sazón de mi comida.
Desgastado dejé que la estrella se llevara a mi amada. Ví cómo se llevaba a la persona que había amado por más de diez años de mi vida. La tomó como si no pesara en lo absoluto. El dolor de mi cuerpo era gigantesco, lloré por horas completas, dejé de comer y mis poemas dejaron de publicarse, me volví un fantasma en vida, con ojos rasgados que sonríen para convivir falsamente, con una sonrisa que engaña a todos los presentes y les hace creer que todo está bien, cuando por dentro las flores marchitas de mi corazón, con sus pétalos muertos han tapados los conductos para ser feliz. Una enfermedad nació en mi estómago; la traté con bicarbonato de sodio y toda la prosa de García Lorca, pero nunca se curó, es más, creo que en mi última radiografía seguía apareciendo ese hongo del desamor.
Dos semanas después, perdido en el parque de siempre, escribiendo historias frente a la fuente que nos vió enamoramos a Aurora y a mí, cuando apenas éramos unos niños y juntábamos treinta pesos para nuestros cigarros delicados y unas palomitas con mantequilla; cuando teníamos el corazón del otro en una caja de cristal, lista para ser enviada a Marte, como gesto infinito de un amor finito. Dos semanas después el cometa volvió, ahora era distinto, no era el mismo que había conocido días anteriores. Tomó mi mano con tal recuerdo de viejos días. Sonreí porque quise engañarme a mí mismo, pensé que era Aurora que venía a verme, y a vestirme de nuevo con sus besos y caricias; pero no, esta vez era el cometa de junio; venía avisarme que mi hermosa locura comenzaba y este era el momento para despedirme de la fuente. Aventé el cigarro a la calle, cerré mi libreta y la escondí dentro de un árbol cercano. Me levanté tambaleante y caminé hacia unos jóvenes que se amaban frente a la fuente. -¡Hey! aquí no se fuma, jóvenes.- Grité al par de tórtolos que se querían tanto, como alguna vez lo hicimos Aurora y yo. -Déjalo amor, no le digas nada. Es el loco que viene a la fuente a llorar todos lo días.- Exclamó la hermosa jovencita, mientras metía palomitas a la boca de su pareja.
Me fui susurrando, tomado de la mano del cometa: “La fuente no cenicero… mi fuente no es cenicero… mi corazón no es cenicero… mi vida no fue un cenicero… mi Aurora no es cenicero… mi vida, mi vida linda, te lo juro que lo nuestro no fue un cenicero.”
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