Nav Melech.-
Esta es la historia del niño que aprendió a vivir en mis ojeras por siempre. Su nombre me lo dijo una vez, y nunca más lo repitió en público. Sus padres venían de Europa; su papá era cocinero por las noches y cartero de día. Su hermosa madre dedicaba las madrugadas a cocer sobre las cobijas de sus hermanas, y en las tardes apostaba su poco dinero en los caballos. Ambos se conocieron en la misma estación del metro; esperando a que las instalaciones se reactivaran después del terremoto de 1985. Niandra miró a Ulyses, que ayudaba a una anciana a conciliar la calma y a dejar de llorar. La misma acción que repitió años después con su papá, tras la muerte repentina de su esposa, a causa de una embolia cerebral.
Tres años después de su encuentro, Niandra y Ulyses se encaminaron en la idea de una familia de clase media. Su primer hijo, a los siete años se había embarcado con una compañía de actores para presentar una obra sin igual en medio del océano pacífico. Su segunda hija se embarazó a los diecisiete años. Nacieron dos gemelos, los cuales se quedaron al cuidado de sus abuelos; su madre tomó sus cosas y se esfumó en la lucha Zapatista en la Selva Lacandona. El tercer hijo fue el amor de mi vida. Lo conocí justo cuando regresé de Japón; él estaba dormido en el aeropuerto y a sus pies tenía decenas de ramos de flores de muchos colores.
A los cuatro años de conocernos, ya vivíamos juntos. Tuvimos a Manuel, nuestro primer hijo, nuestro primer dentista y nuestra última razón de vivir. Siete años después, mi marido enfermó gravemente a causa de un cáncer de hígado. En lugar de darle tratamiento y cuidado a su enfermedad, su respuesta fue llevarme al mar. En donde vivimos plácidamente diez años más de nuestras vidas. Parecía que la palabra cáncer había desaparecido de nuestro vocabulario, hasta que una noche de abril, justo cuando las manecillas marcaban las veinte y treinta y tres, él se sentó conmigo, tomó mi mano y me juró un lugar eterno junto a él en el paraíso.
A su funeral llegaron dos de sus mejores amigos; uno de ellos me entregó una de sus guitarras viejas, el otro, Karlo, me mostró imágenes de cuando mi marido era apenas un niño. En una de las fotos se veía al amor de mi vida, jugando con una serpiente; la alzaba sobre los aires de su infancia, lleno de fuerza y soberanía, con una sonrisa plácida, unos ojos brillosos llenos de poemas.
Las noches que continuaron fueron las más difíciles. Me acostumbré a salir a caminar por las noches, esperando a que dieran las cuatro de la mañana para no encontrarme con ningún vecino. Caminaba hasta la parada del camión y ahí me ponía a leer y a tomar té de tila. Me volví recurrente para los camioneros de la zona, y sus saludos cordiales a través de la rendija de las puertas se volvieron mi rutina de madrugada.
Ahora que tengo setenta y tres años no puedo olvidar la primera vez que hablé con mi marido. Mi vuelo de Kyoto había aterrizado hacía apenas una hora. Caminé al café más cercano y lo ví sobre una banca blanca. Tomé una de las flores que tenía frente a él y le pregunté si eran para un amor en espera. Me contestó que no; él tenía la costumbre de ir todos los viernes al aeropuerto y vender flores a las personas que habían olvidado comprar el obsequio de bienvenida. Ambos reímos y tomamos un café. Recuerdo que me dijo que uno de sus mayores sueños y aspiraciones era viajar a Europa, y conocer las ciudades de donde eran originarios sus padres. Nunca lo consiguió. Mi marido fue carpintero hasta el último respiro de su cuerpo; y todo el dinero que ganaba lo dedicaba a que Manuel pudiera estudiar.
Así que con veinte años después de su muerte, sabía que era el momento de partir. Tomé mis maletas viejas, un ramo de flores y me encaminé al aeropuerto. Justo sobre la banca donde lo conocí dejé las flores y tomé el primer vuelo a París, de donde eran sus padres. En el camino caí dormida a causa del cansancio de mi enfermedad, -que sigue siendo un secreto para mí, y ahora para ustedes-, y cuando aterrizamos mi alma se había encontrado con mi esposo.
Ninguno de los dos pudo conocer Europa; pero lo más importante para mí es que pude ver de nuevo al amor de mi vida, justo en el paraíso que él me prometió.
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