Hilda

Nav Melech.-

Supe que Hilda había muerto cuando llegó el viernes y no estaba encendido su incienso. Años atrás detesté enormemente el olor, la ceniza, el humo constante en mi frente; pero ahora el olor a copal desprende las últimas lágrimas que me quedan en el cuerpo. 

Dos años antes de que naciera mi hija, Hilda y yo viajamos a Noruega para un congreso de la Comisión Nacional de Búsqueda. Hilda iba a conducir la reunión, y al terminar íbamos a casarnos frente a la estación de camiones en dónde nos conocimos.

Una noche antes la encontré llorando en el sillón de su padre. Le prometí que nuestro amor iba a salvarnos. Ella sabía que mentía, y yo sabía que tenía miedo de perderla. El pasado no tiene la culpa de que ella lloré todas las noches antes de dormir. El pasado no tiene la culpa de que ella camine viendo al cielo. El pasado no tiene la culpa de que ella coma despacio y duerma toda la tarde. Tiene la culpa el silencio, que no la deja hablar. Tiene la culpa la muerte que tocó a su ventana cuando apenas era una niña de siete años. Tiene la culpa la apatía de la gente, de los políticos y de todos aquellos que no lloran con la palabra ‘desaparecida’.

Comencé a cantarle junto a su cama a sus treinta y tres años, después de la visita con el doctor. Hilda sostuvo mi mano por quince meses, y al siguiente mes, me pidió que solo la abrazará.

Fueron semanas largas en hospitales, en oncología, en laboratorios, en salas de espera. Platiqué con una señora que frecuentaba nuestros mismos horarios en nuestras visitas al doctor. Ella busca a su esposo al final del pasillo, y abraza suavemente las flores que solía dejarle su esposo los viernes por la tarde. 

Nuestro amor podría salvarse si hacía lo correcto. Nunca lo logré.

Hilda supo que yo había muerto cuando llegó a casa un viernes y no olió desde la cocina todo mi amor.

Nuestro amor terminó cuatro años antes de mi cumpleaños sesenta, pero nos acompañamos el resto de nuestras vidas.

Hilda viajó a Noruega para volver a dirigir la conferencia. Ahora iba acompañada de mi hija. Esperaron las dos en la parada del autobús. Hilda con ojos en el pasado, mi hija con sus ojos en mamá. 

A mis quince años corrí por toda la ciudad para encontrarla. Me detuvo un auto en movimiento. Hilda me besó por segunda vez en ese horrible cuarto de hospital. Mismo donde la abracé por última vez. 

Cuando enfermé, Hilda intentó hacer de comer por dos semanas consecutivas. La sopa era de mi agrado, únicamente. Ella reía con mis muecas y muestras de disgusto. Me amaba tanto. 

Desde el espejo compartimos nuestras tardes de viernes. Ella se maquillaba antes de salir a bailar con sus amigas. Yo le leía, casi susurrando, poemas de García Lorca. 

Si muero,

dejad el balcón abierto.

El niño come naranjas.

(Desde mi balcón lo veo.)

El segador siega el trigo.

(Desde mi balcón lo siento.)

¡Si muero,

dejad el balcón abierto!

Nos dimos cuenta de que ambos habíamos muerto porque ya no teníamos miedo. Porque habíamos sido felices juntos, con tres hijos, y dos perros. Perdimos el miedo esperando el camión del medio día. Juntos y ausentes. Nos dimos cuenta de la vida, justo cuando ya nos había pasado por encima.

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