Nav Melech.-
Dejé de escribir cuando uno de mis muchos fantasmas contestó detrás de mí. No era la primera vez que sucedía, pero en esta ocasión sus palabras tenían razón: “Es momento de hacer las cosas bien.” Tomé mis tres libros, dos plantas de sombra, mi pipa, para así volver a casa de mi madre en Michoacán.
Al llegar me recibió mi hermanastra, Melindreta; hija segunda de mi primer padre y procurada y amada por mi segunda madre. Ella y yo tuvimos un amorío a nuestros quince años de edad. Entre las fiestas de fin de año nos entregamos el uno al otro con pasión y con diez poemas de consuelo para acompañar la noche. Melindreta escribió una novela de nuestros encuentros amorosos muchos años después; mismo que yo habría de demandar por difamación al año de su primera publicación.
Melindreta llamó a mi madre para notificarle de mi llegada. Eugenia, mi segunda madre, escuchó distraída las palabras de mi viejo amor y terminó de alimentar a los pájaros de su patio, antes de regresar a casa. Tardé veinte minutos en establecerme y regresar a la cocina. Después de un desayuno largo con mi madre, acepté que era momento de volver a escribir. Mi madre y yo discutimos por quince horas seguidas; ella convencida de que mi labor estaba en el papel, mientras que yo trataba de explicarle el por qué teníamos que dedicarnos a mantener un campo de manzanas y frambuesas en la frontera norte del país. Al final, y como siempre, ella ganó la discusión y volví al estudio de mi abuelo a tratar de hilar todas las palabras que llegaran a mi mente.
Durante cuatro semanas escribí etres novelas y treinta y tres poemas, todos con el mismo final; nada de eso me importó, al cabo, mi editor no publicaría nada de mí; a menos que no fuera sobre el asesinato del candidato a la presidencia de México, un buen amigo mío, quiza podría decirse que hasta un grandisoso hermano.
Mi editor, Vázquez, quería conocer la verdad de los acontecimientos, y yo no se la iba a dar tan fácilmente. A la semana siguiente obligué que Vázquez me acompañara a cenar al centro de la ciudad; y ‘cenar’ podría parecer una palabra muy sencilla, cuando la realidad es que lo llevé al Gallo de Oro para que pagara mi cuenta de toda la semana. Ahí en privado le confesé la verdad de los hechos de marzo del año del 2030.
-Mira, cabrón. Esta es la primera y la última vez que te digo esto. Ricardo era mi hermano. Y si llegará a encontrar a la persona que lo plantó, te juró que seré yo mismo quien ponga una bala entre sus malditas cejas.-
Mi editor tuvo que pagar esa noche una cuenta de dieciocho mil doce pesos, y dos cajetillas de Lucky Strike. Sé que no le molestó, porque en mis ojos vió la verdadera historia, descubrió que había sido yo quién entregó al candidato, Ricardo, a solo dos meses de las elecciones presidenciales.
Esa misma noche hablé con Eriberto, un borracho más de la cantina. Traté de explicarle la situación. Le conté que Ricardo me llevó con él desde el 2022 cuando su diputación se hacía clara en las encuestas. Éramos únicos dentro del partido. Yo le escribía sus discursos y comentarios. Él pagaba mi periódico y café. Fui su coordinador por más de diez años y el fue el padrino de mi primera hija. Todos los jueves, montabamos un cineclub dentro de la oficina, siendo la excusa perfecta para fumar y jugar ajedrez en la explanada de la comisión. Un martes tocó a mi puerta para decirme que había llegado nuestro momento. Lo acompañé a recorrer todo el país. Me separé de él cuando fue a Veracruz, a causa de un descontento que tuve con Martínez, su secretario personal. Un día frente al mar de Acapulco me dijo:
-¿Tú cómo ves, carnal? – Me preguntó el candidato.
-Te veo bien. Vas arriba apenas por dos y cachito. No es cualquier cosa. Aquí entre nos, la verdad se puede armar bien. – Le contesté con un whisky en la mano izquierda.
Dos semanas después de cenar con Vázquez y de vomitar sobre las macetas de mi vecina Graciela, decidí ir a Michoacán, directamente a los brazos de mi madre. Ahí me encerré por diez horas con Melindreta en un hotel de la carretera, y entre cigarros y tragos, le confesé lo que había ocurrido dos noches antes del asesinato del candidato.
-Fueron dos, los que llegaron a mi oficina, sin tocar ni avisar. Armados. Uno militar. Me dieron un folder con mi nombre. Después un sobre manila, pesado. Fue una hora completa de silencio. Sonó la línea privada de la oficina, el presidente del otro lado del teléfono me explicó la situación. Fumé catorce cigarrillos en total. Entregué el horario del candidato. Revisaron por diez minutos el itinerario, hicieron cinco llamadas, dos a gobernación, una a relaciones, una a la fiscalía y la última al presidente. Se levantaron. Me dieron la información del último día del candidato. Salieron sin despedirse de mi mano estirada. Entraron dos llamadas y no las tomé. Irene, mi secretaria entró a tomar un whisky; ella no sabía nada de lo ocurrido, solo quería un aumento y dos días libres antes del puente. Llamé a Ricardo para confirmar el horario, y fue todo. –
Melindreta furiosa empezó a golpearme con la almohada y después con sus puños; supe que ella tenía su voto en Ricardo. Salió corriendo del cuarto del hotel. Dos minutos después encendí el televisor; en las noticias reviví la marcha fúnembre de la familia de Ricardo, todos vestidos de negro, flores, mujeres llorando; yo detrás de la esposa, estoico.
Dos años después dejé de escribir. La voz de Ricardo estaba en cada uno de mis versos. Me parecía imprudente seguir escribiendo, y más porque era mi labor para el candidato, redactar quince discursos al mes, contando el último. No podía con mi hipocresía.
Envejecí horriblemente. Mis hijos dejaron de buscarme después de los cincuenta años. Mi esposa murió de cáncer a los setenta y cinco. Ninguno de ellos jugó ajedrez conmigo de la misma manera que lo hacía Ricardo.
Dos semanas antes de desvanecerme en el sueño eterno pensé en mi amigo. Esa noche me dijo que era un grandísimo cabrón, pero que al final entendía lo que hice. En fín, esto fue lo que platicamos esa noche.
-¿Qué estás tomando? – Preguntó Ricardo. –
-Cubita, ¿gustas? –
-Estoy muerto, cabrón. –
-¿Gracias a quién? – Me reí. –
-A tí. –
-Lo siento. –
-Yo sé. A todo esto, ¿realmente valió la pena? –
-No. Las cosas se pusieron peor. Mariana ya no vive. Mis hijos no me hablan. Me corrieron de la chamba. Nunca publiqué nada. Me dediqué a cuidar librerías. Tengo cáncer de próstata y tres novelas en mi escritorio. –
-Pásamelas. Les echo un ojo y vemos cómo las movemos. –
-Sabía que dirías eso… – Te echo mucho de menos.
-No empieces con tus cosas. – Exclamó Ricardo, riendo.
-¿Crees que la cagué? –
-Obviamente. Yo te hubiera metido a la cárcel, y lo sabes. – Dijo Ricardo entre risotadas y golpes en la espalda.
-Esa noche reímos, bebimos un poco, y lloramos otro mucho.
Varias semanas después volví a la ciudad para morir junto a mis libros. Dos meses después mi editor publicó la nota completa sobre mi complicidad en el asesinato del candidato Ricardo Huríspides. Fui sepultado al otro lado del mundo, por petición propia. Mi nombre estaba sucio.
Pero cuando llegué al otro lado de la historia, ví que el cabrón de Ricardo lideraba un comité para las elecciones en el paraíso; vestía su saco negro de la suerte y tenía su cigarro clásico en la mano izquierda; las personas vibraban al mismo ritmo que sus palabras, los aplausos ensordecían completamente; su voz era la misma de cuando tenía treinta años. Me acerqué a él detrás del podio, -mi lugar habitual, por muchos años.- Tomó alguien más la palabra. Se acercó y me dijo que necesitaba un coordinador de campaña, y la verdad, no supe decirle que no.
Ahora se vienen las intermedias en el cielo. Ricardo conseguirá la mayoría; lo logró en la tierra, y sin duda lo hará en la eternidad.
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