Dormevuela

Nav Melech.-

Querido editor, no sé si esto es un sueño:

Tú me preguntaste. Te respondo. La verdad es que no sé por qué. Es más. No sé ni para qué te estoy diciendo todas estas cosas. Y créeme que me lo pregunto tantas veces antes de dormir. En otras ocasiones me lo empiezo a cuestionar cuando dan las ocho de la noche. Otras veces cuando estoy tan tomado y siento las quemaduras en los dedos, por el tabaco, o la verdad, por no saber hacer las cosas bien. No sé por qué no puedo sacarme de la cabeza lo siguiente. Me quedo esperando como un tonto; mirando por la ventana, contando las palomas que pasan y que cagan ferozmente junto a mí. Siento que soy el mismo maestro que cuando comencé. Soy ese mismo maestro que sigue hablando de la equis y de la ye, como si las conociéramos de otra vida. Sigo escondido dentro de ese salón chiquito. Dando clases de álgebra. Dando clases de trigonometría, aún cuando ni siquiera yo entendía lo que estaba explicando. Escondido dentro de dos cuartos y un pasillo diminuto. Me pagaban una madre. Mi pago era la comida, una torta y cien pesos, más una botella de agua al día. Supongo que así tienen que ser las cosas. Me quedo esperando a que llegue otro pensamiento, uno más amigable conmigo, uno que me detone un golpe de felicidad. Sigo imaginando que ella no va a ir a ningún lado; lo cual pienso repentinamente, continuamente cada tres días. Todas las puertas, ventanas, todo está cerrado. Sería un milagro que ella encontrará una salida. Y ahora que lo pienso; la ventana de su cuarto tiene una fisura en el borde inferior, y es posible que la pueda romper y se vaya para siempre. No sé si los golpes en la puerta son a causa de fantasmas. Nada de lo que hago parece probar un cambio. Una luz pasmada sobre la ventana. Si tuviera piernas podría ver con facilidad qué es lo que me está llamando desde afuera. Pero no puedo. Ese camión del mes pasado detuvo mis movimientos. El golpe repentino, la sangre, los gritos, ahora ya todo es un recuerdo. Estoy varado. Sin rumbo. No sé si tengo hambre, sueño o simplemente tengo ganas de otro cigarro. Ojalá mi ayudante estuviera aquí conmigo. Ella sabe transcribir, sabe cómo me gusta encender el cigarro, sabe hasta dónde sirvo de alcohol en mis vasos. Nunca debí haberla corrido. No debí haber insultado el cuerpo de su madre. No debí de hacerla llorar. Mis manos, mis callos, todo mi cuerpo está cansado, y no puedo continuar moviendo mi cuerpo. Lo más sencillo es que estuviera frente a un acantilado. La caída sería hermosa. Las olas del mar volverían mi cuerpo una estrella de mar, o tal vez un molusco se enredaría en mis piernas como una gringa desabrida. Tal vez soy esa misma gringa, que piensa falsamente que no tiene hogar. Soy esa gringa que propiamente me llevaría por las calles de Oaxaca. Una noche bailando me perseguiría un grupo armado, en busca de mi secuestro, de mi posible desaparición. No tengo con quién hablar. Las voces de mi mente me llevan a lugares extraños, con tantos colores y memorias. No distingo claramente el silencio de los gritos. Y la luz. El cielo continúa brillando desde la ventana. Lo mejor es que me levante de una vez por todas. Caigo dentro del abismo de los gritos del coronel. Me mira, -déspota-, con su uniforme guinda, erguido, envalentonado. -Mira cómo somos iguales-, me dice. Hago lo posible por escalar. Antes de mi muerte encuentro dentro de mi camino un túnel, con hormigas y migajas grandes de pan. No sé pero la luz continúa al final del túnel. Y voy arrastrándome, entre el lodo y la asquerosa mugre. Salgo a la gran ciudad. Me muevo entre ratas y hombres trajeados. Lentes negros aparecen frente a mi rostro. Los hermosos zapatos de mi padre, recién boleados, lustrados, brillantes. Tengo que correr a la carpintería. Mi madre está a punto de quebrarse un dedo en la maquinaría. Ella habla en yiddish. Es la voz de una niña que no se sabe amarrar los zapatos. Todos los que hablan en yiddish se han vuelto niños, y a veces siento que puedo escucharlos. Tengo las voces de tantos niños en mi cabeza. Siento que alguien se está muriendo detrás del otro cuarto. Alef tiene miedo de abrir la puerta cuando vengan mis miedos a buscarme. Bet, sabe que todo está bien, y por eso me deja dormir hasta altas horas del día. Cruzo miles de calles sin llegar a ningún lado. Un taxista se detiene y quiere llevarme a las montañas. Por más que le indico el camino seguro, él opta por irse por la tangente, y terminamos en esa casa de la del valle. La música suena detrás de las grandes puertas del poeta. Quiero entrar, pero no quiero fingir una sonrisa cómoda. Entre todos los libros me siento seguro. La voz del viejo acompaña mi selección. De todos los libros decido robar de nuevo el Cien años de soledad. Recuerdo a mi padre. Sus libros. Su sonrisa. Mi biblioteca será el recuerdo infinito de la sonrisa de mi padre. Todos los libros que no he leído son un pensamiento que alguna vez mi padre tuvo. Todos los libros que me esperan son los abrazos que mi padre guardó para sí mismo. El poeta enfurecido comienza a perseguirme, con una botella de tequila en sus manos y sus cigarros desbordándose de su boca. No tengo a dónde ir. Mis amigos fornican en la calle. Detrás de ellos la policía comienza a amenazarlos. La sangre de uno de ellos corre en el parabrisas. De nuevo estoy con el taxista. Vamos a ningún lado. No esperamos encontrar nada. Manejamos hasta perdernos de nuevo en las islas de CU. De nuevo, perdidos le pido que se quede conmigo, siento que me estoy quedando sin aire. Bajamos y comenzamos a caminar entre los corredores que van al fin del mundo. No tenemos dinero qué donar. El taxista deja la camisa de su padre en el suelo. Con amor comienza a caminar junto con los corredores, se va cansando, se va quedando atrás, nadie se detiene ayudarlo, veo cómo se va cayendo, veo cómo los cuerpos de los corredores le pasan por encima, nadie se detiene, la sangre se vuelve parte de los colores de la fiesta. Detrás de nosotros viene el carnaval. El poeta viene con toda la gente, va borracho, embellecido gracias a la presencia de sus hijos. Pienso en lo hermoso que sería su muerte, su vida y todo lo que quedó junto a él. No puede verme llorar, de otra manera pensaría que soy un pusilánime, un mal escritor, un mentiroso más, sin ánimos de ser excelente, cuando es todo lo contrario. Quiero ser excelente, fantástico, el mejor en esto. En las calles de Jerusalén quiero morir, no sin antes dejar una marca de que ahí he vivido feliz. Quiero casarme con el amor que habrá de durar un par de segundos, regresar a casa con una novela grande, con hazañas y miles de mentiras que nunca nadie tendrá el tiempo de comprobar. Detrás del limonero vuelvo a ser un niño. Mis hijos miran cómo me vuelvo un niño de nuevo; cómo vuelvo a tener manierismos tontos, frágiles y descontrolados, cómo la memoria se me va yendo entre los dientes, cómo me orino encima y sigo sonriéndole a las nubes. No quiero que nadie me vea orinarme en los pantalones. Corro a la casa para esconderme en las faldas de mi madre. No sé por qué los judíos tenemos tantos sentimientos encontrados con respecto a nuestras madres, será que esa es la razón de nuestra religión, será por eso que la religión judía la dictamina la madre y no el padre. Es por eso que le llamamos ima, cuando nos sentimos antes de llorar. Es por eso que le lloramos tanto a la madre cuando las luces se acaban. Es por eso que dejamos tantos poemas detrás de esa pared que tiene tantos lamentos. Mi padre me mira desde el balcón. Aba, le grito. Fuma y deja caer las cenizas sobre las cucarachas. Él quiere que vuelva al cielo. Quiere que vuelvan los aplausos a mis oídos. Ningún pájaro se ha venido a parar en casa. Por eso tengo que salir a buscarlos. Comienzo en la Nápoles. Ahí encuentro a dos canarios. Uno de ellos se llama Sebastián. -Nadie va encontrar mi cuerpo-, pienso. Espero que pasen dos años. -Nadie va a venir a tocar a la casa-, pienso. Aquí me quedaré detrás del manzano. Esperando que algo bueno ocurra. Mientras tanto voy a comenzar a tejer. Aquí voy a encontrar una respuesta a todas las cosas que alguna vez hice. No puedo detenerme. No puedo dejar de tejer. Mis manos pronto van a cansarse y no tendré otra escapatoria que la calle. El vicio, las drogas y las armas. Todo vuelve a mis manos como un anillo perfecto, que busca el retorno maravilloso. Veo las nubes que se llevan a mi padre; a él lo llevan más lento, lo hacen olvidar nombres, recuerdos amores y viejos amigos. Y me peleo con la maldita muerte. Le digo que las cosas no han sido justas entre nosotros; y más desde hace mucho tiempo. A ella, la muerte, todo lo que le digo le vale madres. Ella se está llevando a mi perrita poco a poco. Le digo que no sea cabrona. A ella, eso y más, le vale madres. Se la va llevando poco a poco; comienza con su mente, con su cuerpo y con sus articulaciones. Camina sin saber a dónde va. Duerme horas, horas interminables. -Ojalá sueñe conmigo-, pienso. A ella, mi perrita, no le dolía ahí antes. La veo, y sus ojos viejos me dicen que está cansada. Tengo miedo. Cada día es peor que el anterior. Estamos los dos. Encima de la cama de Cecilia. Viendo el Señor de los Anillos. Y somos felices. Sin darnos cuenta. Estamos los tres. En la misma cama. Y a la muerte, todo eso le vale madres. Quiere llevarnos. ¡Vámonos a chingar a su madre! Le digo. Y estamos lejos. El verde de los campos. Aquí me quiero morir, pensé a mis quince años. Era tan tonto. No sabía de nada la vida. Ahora sé menos de la vida, pero soy más feliz. Sentí el calor del sol, tocando mi mano. Ella va con su vestido negro, empujando un auto, el nuestro, descompuesto. Éramos los dos. Enamorados del mundo una última vez. Ahí era. Todas las jacarandas, ¿dónde las vamos a guardar? Ella era la encargada. Ella era la indicada. De toda la ciudad, de todo el país, ella era quién tenía que cuidar de las pinches jacarandas; y ahora, todas muertas, todas se usan como herramienta política. Los fantasmas no se van. Están detrás de tí, y saben tu nombre, saben tus gustos y saben cómo te ríes. Déjalos pasar. Déjalos que coman en la misma mesa donde sonríes. Y los árboles comienzan a caminar a casa. Es una marca de que el tiempo es finito. Las nubes crecen del suelo. Las estrellas, tan cansadas, han vuelto a la cuna de los niños. Seré el mismo maestro que era antes. No lo sé. Seré el mismo tonto que hace un par de años, pero por supuesto que sí, es más, soy más idiota que antes. Ojalá despierte pronto. Ojalá mis brazos se recuperen. El silencio de la calle me está matando. Dime que todo va a estar bien. Tápame si me ves cansado, descúbreme si me ves llorando. Ven y dime que todo esto que estoy diciendo es parte de un sueño, y no de esta realidad que me está comiendo. 

Dejé caer la cabeza a causa del sueño, y del alcohol, y ella golpeó bruscamente la mesa tres veces, y sin avisar comenzó a gritarme:

Déjate ya de mamadas y ponte a escribir. Las cuentas no van a pagarse solas, cabrón. Aquí, en esta misma mesa rota donde estamos sentados, fingiendo que nos queremos, prometiste que ibas a traer dinero cada cinco del mes. ¡Y ahora, mira! Nos quedamos sin comer, por tercer día consecutivo. Ya ni la chingas, en verdad. Eres increíble. Resultaste peor de todo lo que pude haber imaginado alguna vez. 

Ya ponte a escribir. Ya decidí. Me voy a quedar acá, en la casa. No iré a comer mañana con mis papás. No quiero que ellos vuelvan a repetirme que me equivoqué al casarme contigo. Mi papá te detesta tanto. Él aprovecha cualquier oportunidad para hablarme mal de tí. Me recuerda hasta el cansancio de todos tus desfiguros, y de la última vez que tomaste tanto hasta vomitar en la cena de navidad. Me diste tanta vergüenza esa noche. Por eso no quise subirte a la casa, preferí que te quedaras ahí tirado en las escaleras, no me importó que los vecinos te tuvieran que acomodar en la madrugada y que tuvieran que ponerte una cobija y un vaso de agua junto a tu asqueroso cuerpo alcoholizado. Subiste a casa con el pantalón todo orinado. Acaso no te das cuenta que eres una vergüenza para mí y para tu familia, para tus hijos; por favor, ¡mírate! Al comienzo no eras así; claro que eras un pinche desmadre, pero te has ido superando drásticamente, cabrón. Ya no sé con qué tontería saldrás ahora. Cada día eres peor que el anterior.

Mi papá recuerda esa cena de navidad a la perfección, con sus horribles detalles, y tu desesperante manía que tienes de querer cantar cuando ya estás tan borracho que la mirada se te va de lado; los ojos se te van chueco, la quijada y las palabras se te enchuecan, todo de tí parece un retrato de Picasso. Por eso manejas tan mal y chocas constantemente; y peor aún por eso te llevan al torito dos veces al mes. Entiende que ya no puedes manejar así. Un día vas a matar a alguien. Te van a meter a la cárcel. Ahí dentro te van a violar, te van a dar la chinga de tu vida. Por favor, ya pon orden en tu vida. No puede ser que sigas desperdiciando nuestros mejores años de casados en el fondo de esa botella. ¿Qué estás buscando ahí? Tus padres no van a volver de sus tumbas. Vas a seguir estando solo. Nada de lo que escribas valdrá la pena de ser leído, mucho menos publicado. Si ya sabes eso, porqué sigues buscando respuestas en las chingadas botellas; ellas ni nadie te las van a dar, solo tú puedes contestar a la incógnita de porqué tu vida es un absoluto fracaso.

Me encabrona tanto que me engañes diciendo que tomas para poder escribir mejor. No es verdad. Te sientas a beber por horas y no logras escribir nada fructífero. Sí escribes, mucho, pero lo que he leído es pura mierda, nada sirve, ni para limpiarse la cola de caca con menstruación. Te escondes en tantos bares de la ciudad, que tu rostro comienza a parecerles conocido a todos los trabajadores. Qué vergüenza. Que te saluden con un abrazo los cantineros y en especial los ‘saca borrachos’. No entiendo cómo esas personas las puedes considerar dentro de tus amistades. Seguramente porque son las únicas personas con las que te puedes identificar. Qué miserable. Y pensar que hace un par de años eras una persona distinta. Pensar que te conocí dando clases, entusiasmado por tu doctorado; y ahora, ¡vé!, no eres ni una cuarta parte del hombre del cual yo me enamoré.

Tantas amistades que tuviste, y ninguna quiso procurarte a la fecha del día de hoy. Nadie quiere tener algo que ver contigo. No lo dudo. Eres una persona que no tiene nada de importante dentro de sí. Lo mejor sería que desaparecieras. Aún así nadie te va a buscar, así que tampoco importa si te quedas. Ya pasaste a un plano más despreciable para la raza humana, que es la indiferencia embarnizada con apatía. Ahí vives, y espero que ahí mueras. Espero que la gente nunca te lea. Espero, y te lo digo en verdad, que pases a la historia como un completo don nadie. Que tus cuentos no tengan ni la gloria de ser quemados. Lo mejor sería que se queden ahí, arrumbados, y que nadie tenga el tiempo siquiera de tirarlos a la basura. Quiero que tu obra pase a mejor vida como lo que siempre fue: una bolsa fantástica de basura, y de tanto tiempo perdido. Nunca te van a leer. Aquellos que lo hagan lo harán por equivocación, o peor aún: por lástima. Tus cuentos, en el máximo y mejor de los casos, se usarán para indicar en clases de literatura, todo lo que no debe de hacerse a la hora de escribir. Nadie te va a recordar. Nadie va a llorar tu nombre. Es lo que más me da gusto de tenerte en mi vida. Saber que solo yo voy a tenerte en mi mente a la hora de que todo termine con tu despreciable vida. Cuando te vayas me quedaré para hablar de todas las cosas que nunca hiciste; no por miedo, ni por tu incapacidad, sino porque nunca tuviste la valentía de hacer algo importante. 

Absurdo que te quiera tanto. Pese a tu inmensa incapacidad de escribir, de amarme, de ser alguien en la vida. Te veo con tanto amor, y eso no puedo evitarlo. Para mí ya es una maldición, de la cual no puedo desligarme. Por más veces que busco amor en alguien más, termino regresando a tus pinches brazos. Créeme que intento salir de esta relación. No puedo. Cada día me veo atada a estar más y más dentro de tu corazón. Ojalá supiera cómo salir de aquí. Ojalá alguien llegue pronto y me aleje de este mugrero de persona que eres. 

Mientras tanto ponte a escribir. Tengo hambre. El editor necesita que le mandes ya lo que tengas. Al fin y al cabo, nada de lo que tienes es rescatable. Mándale tu carta de suicidio, si quieres. Al menos esas palabras las leerá con calma. Mándale la última carta de tus padres, siquiera esas palabras sí fueron importantes. Escribe lo que sea y ya ven a dormir. Estás tan borracho que no puedes ni abrir los ojos para ver el papel. Qué vergüenza. Qué vergüenza decir que te amo tanto. Qué vergüenza que te hagas llamar escritor.

Ella se levantó dando un último golpe en la mesa, provocando que alzara la mirada para darme cuenta de que he estado solo todo este tiempo.

¿Entonces, querido editor? ¿Crées que me estoy volviendo loco, o sí se puede publicar?

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